Por Marco Tello
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Todos los elementos del drama humano aparecen, desaparecen o se diseminan, para ser luego recogidos en el capítulo final alrededor de un tema trascendental: la defensa de la libertad de pensar en una sociedad rígidamente regulada por verdades oficiales
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Estamos en Valladolid, el 21 de mayo de 1559. A las cuatro de la tarde ha concluido el ceremonial iniciado al amanecer y que se ha prolongado durante doce horas bajo un sol ardiente, abrasador. Cipriano Salcedo y una veintena de reos, montados sobre torpes borricas, desfilan hacia la planicie destinada para la ejecución, en medio de las burlas festivas y las rechiflas de doscientas mil almas venidas de todas partes para gozar del espectáculo. Felipe II en persona preside el auto de fe, dando filial cumplimiento al mandato de acabar sin contemplación con los sectarios. Los herejes cabalgan embutidos en sambenitos infamantes bordados de demonios. Algunos ya han enloquecido a la vista de los haces de leña, a la vista de los maderos a los que han de ser atados y quemados vivos. Los reos que a última hora reconocieron su desviación de la verdad oficial de la Iglesia han recibido la gracia de morir primero en el garrote y ser luego entregados a las llamas. Salcedo, con los miembros descoyuntados y el rostro deformado por el tormento en las mazmorras de la Inquisición, mantiene una presencia de ánimo sólo explicable en un hombre sostenido por la fe. La voluntad ha fortalecido su cuerpo para resistir al potro y la garrucha; las lecturas prohibidas le han iluminado el entendimiento. "Cumplir con lo que estimamos nuestro deber ya encierra en sí mismo una recompensa", ha respondido desde su celda a la exhortación amorosa a prolongar la vida a costa de la retractación. En el clímax del dolor, Salcedo ha dejado que las llamas lo liberen de su pobre cuerpo, sin claudicar, sin perder lo último que quedaba de su dignidad. ¿Qué crimen había cometido Cipriano Salcedo? Como si hubiera sido marcado por el destino, había nacido en octubre de 1517 en Valladolid, el día en que Martín Lutero fijaba en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus tesis contra las indulgencias, origen del cisma en la Iglesia de occidente. Huérfano de madre, fue amamantado y cuidado por Minervina Capa, bella quinceañera traída del campo en su condición de madre soltera para que se desempeñara de nodriza. Ella fue refugio y confidencia contra el desprecio del padre, don Bernardo, rencoroso con la criatura por la muerte de la madre. Durante la primera formación en un colegio de expósitos, Cipriano quedó huérfano de padre y luego descubrió en la nodriza a su único amor; pero sorprendidos una mañana en el hogar |
del tío, ella fue expulsada de la casa por corruptora, y desapareció de la ciudad. Más tarde, dueño de la herencia paterna y ya caballero acaudalado, anduvo buscándola por todas partes, en vano. Pronto se vio casado con otra mujer que a poco perdió la cordura y la razón. Salcedo se entregó entonces a los negocios, donde se alzó como la espuma, pero sin poder llenar el hondo vacío de su vida. Creyente fervoroso, pero lúcido y razonador, fue atraído en tales circunstancias por unos amigos venerables hacia el encuentro de una paz interior fundada en la liberación de la doctrina de Cristo alterada por la Iglesia. ¿De qué eran culpables estos reformadores? Negaban el valor de las indulgencias porque eran un pingüe negocio eclesiástico. Ello suponía negar la existencia del Purgatorio, puesto que el sacrificio de Cristo lo había hecho innecesario. Negaban valor a las reliquias, otra fuente de ingresos para la Iglesia. En fin, desconocían el mérito de la liturgia como elemento de salvación porque era una farsa para obtener recursos. Se imponía pues la necesidad de una religión depurada, liberada del engaño. Esa libertad defendía Salcedo con todas las potencias de su alma, y en aquella se mantuvo firme hasta el final. Antes de que el verdugo prendiera fuego, cuando ya subían los olores y el humo repulsivo de la carne quemada de sus compañeros, él se negó a la abjuración. Es lo que nos cuenta Miguel Delibes, autor recientemente fallecido, en su obra más celebrada, "El hereje". Magistralmente novelada, la historia cautiva al lector que la sigue sin desmayo a lo largo de quinientas páginas. Aunque sólo aparece en tres ocasiones, Minervina es una estela luminosa a través de toda la novela. Las tres cuartas partes del texto narrativo van diestramente demorando el desenlace esperado con temerosa ansiedad por el lector. Nada resulta gratuito. Todos los elementos del drama humano -como ocurrirá en la poesía barroca que seguirá a los acontecimientos aquí narrados- aparecen, desaparecen o se diseminan, para ser luego recogidos en el capítulo final alrededor de un tema trascendental: la defensa de la libertad de pensar, en una sociedad rígidamente regulada por verdades oficiales. Una historia apasionante, siempre actual, como para dar pábulo a la idea de que la realidad imita y a veces supera a la ficción.
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