La jornada del 28 de noviembre rememoró la tragedia censal de Chicán en 1974 y evidenció cuánto ha mejorado la conducta colectiva frente a la encuesta para conocer la realidad nacional y planificar el desarrollo
Francisca conversa con su hijo José Fidel Bermeo en su casa, en el cerro Parcoloma. |
Cuatro gallinas criollas, un gallo, media docena de pollitos implumes reventados del cascarón quince días atrás y dos pollos "maltones" son compañeros íntimos a los que censa una y otra vez la anciana Francisca Granda Sarmiento, en vísperas del Censo de Población y Vivienda del 28 de noviembre.
Su casa en la loma Parcoloma, sobre la parroquia Chicán, es un cuarto de ocho metros cuadrados, con paredes de carrizo y tierra, cubierta de zinc, y un corredor de tablas rústicas, con pasamanos, desde donde se miran la amplitud del horizonte, las grandes plantaciones de flores bien abajo, con galpones relucientes entre las orillas verdes del río Paute.
Ella es heroína del censo en el Azuay, desde que el 24 de octubre de 1974 los campesinos del lugar persiguieron a los censadores y a los policías hacia el río, para no dejarse investigar por los "comunistas" que según la mala propaganda de los políticos querían arrebatarles sus propiedades. Dos policías y un enumerador se ahogaron intentando escapar de las piedras y los garrotes.
"Quizá mañana no pase nada", comenta con José Fidel Bermeo Granda, el hijo de 43 años que vive cien metros loma abajo, y con Leonardo Arízaga, vocal de la Junta Parroquial que instruye al vecindario sobre la jornada destinada a conocer la realidad del país para planificar las obras del futuro.
"Ahora sabemos que el censo es necesario, antes fue ignorancia", comenta José Fidel, el hijo que en aquel entonces, niño de seis años, vio cómo los policías llevaban presa a la madre y a los vecinos acusados de asesinato. A su hermano Luis Antonio, que ya era hombre de 26 años, también le llevaron los policías. Ahora vive en los Estados Unidos.
Las golpizas que recibieron en el calabozo hombres y mujeres en las investigaciones, las torturas y lágrimas, vienen a la memoria de Francisca, pero los años matizan de humor el episodio: "yo era mujer dura €“comenta- y tuvieron que agarrarme varios chapas. Me acuerdo del puñete que le di a uno por el hocico y quedó sangrando", dice con el puño en alto y una gran sonrisa.
"Anocheciendo llegaron pelotones para capturar callimanta al que aparecía en el pueblo y las lomas. Un vecino estaba sembrando maíz y quedó la yunta uncida quien sabe hasta cuándo", suelta una carcajada que contagia a quienes la escuchan.
Dice que cayó por curiosa, pues de tanto que llamaban con la quipa y gritos para expulsar a los censadores, bajó obligada con un chicote para arriar a los perros. Cuando estuvo tras la multitud, los censadores y los policías a los que reconoció por los uniformes, corrían desesperados tratando de llegar al río, donde desaparecieron: "Ya les cargó el diablo", comentó la gente dejando rodar todavía piedras por la dirección en la que fueron vistos por última vez.
José Fidel vuelve a la conversación: "Todo el mundo atacó a los censadores. Yo era chico pero me acuerdo del gentío rojeando por el camino de abajo", se refiere a los ponchos rojos de los campesinos. Y añade entre risas: "días después un helicóptero se paró en la plaza y cuando se bajaron los policías la gente salió a carreras de las casas y escapó a los cerros cargando saquillos de ropa, para esconderse hasta que pase el peligro".
Los detenidos sufrieron torturas inhumanas en el Servicio de Investigación Criminal (SIC) de la Policía. "No me olvido de la desesperación de la mujer del Baculima cuando le pusieron electricidad en la lengua para que dijera que mató a los policías, pero no dijo", afirma la Francisca, quien por ser de las más rebeldes, recibió mayor castigo. Una semana después del hecho, cuando hallaron a los policías muertos en el río, un cabo Muñoz le atacó a puños y puntapiés por el estómago, pese a que dijo estar embarazada, acusándola de ser culpable. Días luego el Juez II del Crimen del Azuay, José Serrano Aguilar, apuntó su declaración: "Que en la pesquisa le pagaron diciendo que la deponente ha muerto a los policías y para comprobar su aseveración demuestra al juzgado manchas violáceas en el hombro izquierdo y músculo tríceps de la pierna derecha. Que la deponente por acción de los golpes recibidos arrojó el feto en el servicio higiénico del cuartel de policía y se encuentra con hemorragia ". Hoy, aquel hijo de la Francisca habría tenido 36 años.
Silvia Uyaguari, la profesora que censa a Francisca Granda el 28 de Noviembre. |
Envejecida, con 83 años, camina apoyada en un palo que le sirve de bastón. Nunca quedó bien tras los tres meses y quince días que estuvo presa, pero aún se da modos para criar las aves con las que comparte la vida, así como mimar al perrito cariñoso que siempre le acompaña, y cuidar el minúsculo huerto junto a la vivienda.
La vista le es escasa. "Aprendí a leer en una escuela nocturna que funcionó en el pueblo, pero qué vale si los ojos ya no ven: antes podía leer la escritura", lamenta. José Fidel Bermeo, su esposo, murió en 2007. "Soy separada por Dios del marido", respondió cuando Silvia Uyaguari, joven profesora, le tomó los datos del censo y apuntó "viuda".
También respondió que es "afroecuatoriana" a la pregunta de su identidad étnica, porque le corrigió la nieta cuando quiso que le apuntaran que es mestiza. "Así ha de ser", aceptó resignada y risueña con el rostro sin asomos de negritud. Así es el censo, y así influye la gran publicidad, mal explicada.
Octubre de 1974: José Cuesta, Director de la Oficina de los Censos Nacionales (OCN), dialoga con las mujeres detenidas en calabozos de la Policía. | |
El enumerador José Rodríguez y los policías Heriberto Jaramillo y Luis Peñafiel, murieron ahogados, perseguidos por los campesinos. | |