La asignación de recursos públicos a las municipalidades del país ha   generado resentimientos del Alcalde de Guayaquil, acostumbrado a imponer a los gobiernos pasados los presupuestos que determinaba a capricho, con la amenaza de levantar a la poblada de la ciudad con mayor número de habitantes del Ecuador.
El mismo estilo mantiene el personaje, sin resignarse a aceptar que los tiempos   han cambiado y no hay ya un "dueño del país" que siguiera gobernando de por vida como en tiempos ventajosamente superados, a través de los pasajeros y sumisos mandatarios de turno.
La marcha contra el Gobierno el mes pasado, promovida con una campaña propagandística impresionante €“que tuvo una lamentable respuesta similar del oficialismo- no pasó de ser el espectáculo de unas cuantas horas: las bravatas, el vocinglerío, las palabras groseras y las amenazas de ultimátum parecen manifestaciones ridículas evocándolas unas cuantas semanas después.
Ya no son tiempos de vivir en ese tipo de acciones que, precisamente, fueron condenadas a la extinción y al pasado por decisiones electorales en los nuevos tiempos, que no podemos dejar de reconocer vive el Ecuador.
Una política de distribución presupuestaria bajo principios democráticos, a los organismos seccionales, impone el Gobierno con criterios de justicia, tan negada en regímenes anteriores. El centralismo dominante determinaba que las dos mayores ciudades del país €“por su número de habitantes- fueran privilegiadas, a costa de sacrificar recursos y limitar el desarrollo de otras ciudades ecuatorianas. Eso ya no va más y está correcto que así sea.
El levantamiento guayaquileño, respetable, por cierto, aunque forzado con demagógicas argumentaciones y exaltaciones localistas y regionalistas, no encaja en el principio de equidad que prevé el Gobierno Nacional en materia de distribución presupuestaria. Lo evidente es que se trató de una acción más de un personaje que cree equivocadamente seguir teniendo en sus manos un poder heredado de los más rancios, tradicionales e injustos procedimientos administrativos, económicos y políticos que prevalecieron siempre en el país.
Que el Gobierno desestime el mensaje de aquella marcha populosa, por forzada que haya sido, no es correcto, como tampoco lo es que se pretenda, con este tipo de medidas, imponer la voluntad de alguien que necesita, de vez en cuando, movilizar a una ciudad entera, para recuperar su imagen política en deterioro en el ámbito nacional.

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