Por Rolando Tello Espinosa
El pintor Jaime Villa habla con modestia de su obra, en la que refleja la sencillez y la inocencia del artista que vuelca en el lienzo la transparencia de su intimidad
¿Tú pintas ? Así le había preguntado el maestro Aníbal Villacís a Jaime Villafuerte Herrera, que en 1948 se las ingenió para llevarle unos bastidores desde la carpintería.
Me gustaría pintar, respondió el comedido joven de 17 años que encontró un buen pretexto para llegar al taller del artista y asombrarse ante el caballete, las mesas, los lienzos, las paletas, los pinceles, las pinturas y cuadros, en el sitio de trabajo de un pintor que disfrutaba de prestigio y fama.
Era en la ciudad de Ambato, a donde había ido desde Baños, su lugar nativo y de la infancia, para descubrir los secretos del taller de un maestro de la pintura. Había dibujado y pintado con esmaltes desde la niñez, pero quería adelantar pasos en la afición que traía en los genes, luego de haber visto al abuelo y al padre puliéndose en decorar artesanías de madera apetecidas en el pueblo.
El maestro presintió en los ojos abismados del jovencito la
Morena Linda(tempera, 1998) |
vocación de alguien de su oficio y agradecido por llevarle los armazones, le obsequió una ristra de tubos de pintura. "Desde entonces no he hecho más que pintar", dice el ahora maestro que se niega a creerse artista. "Soy un pintador, alguien que tiene cierta habilidad para hacer cosas bonitas, no más".
Con los acrílicos le resultó más fácil colorear y dar forma a la imaginación, y enterado de que en Milagro vivía un pintor llamado Humberto Moré, fue a mostrarle sus primeros brochazos: no estaban mal. Allí conoció también a un aficionado a pintor de apellido Parducci, que los llevó a él y a Moré a pintar en su casa y luego, apreciando sus cualidades, le sugirió que se fuera a otear horizontes por Guayaquil.
En la gran ciudad se instaló para la vida entera, realizándose como persona y artista. Los tiempos iniciales los llevó sin dificultades, alternando su oficio con un trabajo en un laboratorio fotográfico, donde fue a parar por recomendación del señor Parducci. Además, cursó dos años en la Escuela de Bellas Artes y la abandonó, seguro de que todo lo que vendría luego sería de su cosecha propia.
El hombre, la balsa y el río (óleo, 1973) |
El pueblito de Baños, en la provincia de Tungurahua, quedó atrás para siempre, mientras pasaron los años de ejercer en la ciudad más dinámica del Ecuador el arte convertido en pasión. Al cumplir los 30, también quedó atrás el aprendiz, cuya obra empezó a interesar a los críticos que descubrieron en Jaime no solo una promesa, sino a un nuevo valor de la pintura en el Ecuador. La primera exposición pública, en 1961, con auspicio de la Casa de la Cultura del Guayas, fue un éxito.
La década de los años 60 fue prolífica. Muestras de Jaime Villafuerte desfilaron por el Centro Ecuatoriano Norteamericano, La Alianza Francesa, el Banco Central en Quito y las más prestigiadas galerías de las principales ciudades del Ecuador. Cuadros suyos fueron a dar en Estados Unidos, México, Perú y ciudades de Europa.
Por entonces se vio precisado a mutilar la mitad del apellido: en una exposición de varios pintores vio un cuadro firmado por un J. Villafuerte y en adelante y para siempre, su nombre artístico sería Jaime Villa, aunque en los billetes de avión, el registro de hoteles o los trámites burocráticos no pueda evitar el nombre original de la cédula de ciudadano.
Retrato (óleo, 1993) |
El prestigio del maestro Villa se había impuesto en el ambiente del arte ecuatoriano. Por esos tiempos la compañía Ecuatoriana de Aviación le llevó a Israel para que diseñara los colores de una flamante flota de aviones que llevaría por los cielos del mundo una imagen original y alegre del Ecuador. Cuando el general Guillermo Rodríguez Lara recorrió en una de esas naves por varios países petroleros, el pintoresco avión promocionó al Ecuador en orientes lejanos más que el propio gobernante de aquellos tiempos de dictadura.
Años antes, en 1969, ya hombre de trayectoria en el arte, con dominio del color, la técnica y la composición, abrió en Guayaquil la Galería Pachacamac, que mantiene hasta hoy el prestigio de uno de los centros de irradiación cultural importantes de la ciudad que le acogió para toda la vida.
El artista vivió de la pintura hasta el 2000, cuando la dolarización agujereó las billeteras de los compradores de cuadros, precisados a evitar la adquisición de bienes suntuarios. "Desde entonces no he vuelto a recibir llamados por teléfono de agentes que pedían que enviara un cuadro para un obsequio de matrimonio o de onomástico", comenta.
Pero no ha dejado de salpicarse con los acrílicos y los óleos. La fuerza de su vocación venía de vetas más profundas que las canteras económicas y, además, desde 1985 cobra sueldo por dictar clases de dibujo artístico en la Universidad Laica Vicente Rocafuerte de Guayaquil. "La asombrosa paleta de este artista €“con los verdes, los violetas, los naranjas que tienen en sus telas una presencia fresca, alegre y vital- genera un juego cromático tan personal que es inconfundible y, al conjugarse con los otros recursos que maneja magistralmente, ubican a su obra entre lo plásticamente más representativo del país", comenta la crítica de arte Inés Flores.
Rosa Amelia Alvarado añade: "Villa es el pintor de la naturaleza y la ternura; el color exuberante es un impacto telúrico, donde se conjuga su esencia intimista con el equilibrio de las formas y los espacios. No hay laberintos, ni misterios, ni códigos ocultos "
En septiembre pasado la Casa de la Cultura del Guayas expuso una muestra retrospectiva de su obra, que luego fue a la Universidad Católica de Quito y en febrero llegó al Museo de Arte Moderno de Cuenca. La iniciativa de exponer provino de tres mujeres: Rosa Amelia Alvarado, Presidenta de la Casa de la Cultura del Guayas; Inés Flores, crítica de arte que interesó a la Universidad Católica y, Eudoxia Estrella, Directora del Museo de Cuenca, quien quiso conmemorar los 29 años de la institución con la obra de Villa y anunció, al presentarla, que éste será el último año de dirigir el museo, para jubilarse.
A los 79, Jaime está tentado de arrinconar la paleta por el resto de su vida, desobligado de entusiasmo desde hace dos años, cuando murió Inés Villamar, la compañera a la que amó por cuatro décadas. Pero la reciente exposición en las ciudades más grandes del país le ha desempolvado el taller de los trabajos y los recuerdos: a fin de cuentas su nombre auténtico es Villafuerte, la ciudad porteña parece gritarle Villamar y no olvida a Villacís, aquel maestro al que hace más de 60 años fue a dejarle unos bastidores y le preguntó ¿Tú pintas?, obsequiándole la ristra inolvidable de pinturas.