El relato de un escritor español sobre un personaje urbano de la Cuenca de mitad del siglo pasado. El "doctor Pepito" está en la memoria de quienes a estas alturas de la vida y de los tiempos, tienen en él el vívido recuerdo de una época que evocan con añoranza y que la ignoran los cuencanos jóvenes del siglo XXI
Muchas tardes le veo cruzar la calle con sus pasitos cortos y su aire señorial. Suele llevar en sus paseos una garrota delgada que realza la dignidad de su figura. Viste siempre de negro, desde el sombrero de ala ancha fabricado en Nueva York, hasta los zapatos puntiagudos y un poco vueltos hacia arriba. Pero no viste así porque esté de luto, sino por desdén y menosprecio del tráfago mundano. Lleva recios mostachos canosos y retorcidos a lo Castelar y unos lentes de oro cabalgan sobre su corva nariz. Es admirable la mesura con que este caballero saluda a sus conocidos. Cuando se trata de algún indio que le cede la acera y le dice: "Buenas tardes, patroncito", el hidalgo se toca el ala del sombrero con el dedo índice, lleno de dignidad. Parece el marinero más solitario, ese que tiene la pena más secreta y se consuela con su musiquilla, mientras el resto de la tripulación bebe ginebra en el reumático establecimiento. En cambio, cuando pasa junto a él alguna dama, se descubre ceremonioso e inclina la cabeza con versallesca galantería. ¿Dónde hemos visto antes nosotros a este señor? No es preciso que cavilemos mucho. La respuesta nos viene de inmediato. Lo hemos visto en una calleja de Avila o de Segovia o tomando el sol un domingo por la mañana en cualquier pueblecito de la Mancha.
Sabemos algo de este hidalgo por las habladurías de los vecinos. Fue algo tenorio en su juventud y hasta incluso estuvo varios años en París, haciendo vida bohemia de señorito americano. Pero ha llovido mucho desde entonces y hace ya tiempo que abandonó sus veleidades. Ahora vive por entero consagrado al gran negocio del alma y, a veces, sonríe con cierta melancolía cuando, al regresar por la noche a casa, sorprende a un joven hablando desde la calle a su novia, que lo escucha acodada en el balcón.
Este hidalgo se llama don José, pero los íntimos le llaman doctor Pepito, que resulta más cariñoso. Don José tiene guardados en un cajón de su despacho viejas ejecutorias de nobleza y un pergamino amarillento con el árbol genealógico de su familia, que acredita su limpieza desangre. El buen caballero tiene pasión por la heráldica y, a veces, publica artículos llenos de una prolija erudición en esta rama de la ciencia.
Don José no se pierde la misa ni un solo día y, como es bastante hábil para el órgano, suele tocar los domingos en la parroquia de un cura amigo suyo. Las muchachas que cantan a coro el "Ave María" de Schubert, son bonitas, alegres y un poco traviesas. Mientras el buen anciano hace sonar el órgano, se le arriman por detrás y le soplan suavemente en la calva. Don José, que sabe perfectamente lo que pasa, finge sentir frío y exclama:
- ¡Achachay! Cierren esa puerta, niñas.
Nuestro hidalgo es un poeta muy sentido para bodas, bautizos y funerales. Una vez, hace ya de esto treinta años, compuso un vals deliciosamente romántico para una amiga suya que se casaba. Pero ahora don José no es ya ni siquiera una sombra de lo que fue y limita su estro a las funciones de iglesia. Ya no tiene respetos humanos como en los lejanos tiempos de su mocedad, cuando blasonaba de ateísmo entre los amigos y se pasaba la vida jurando y perjurando que iba a comerse crudo a un arzobispo. Ha regresado el hidalgo al redil sentimental de sus mayores y es frecuente verle pasar en las procesiones con la cabeza bien alta y un tremendo velón en la mano derecha.
Don José no comprende en absoluto los tiempos modernos y es un temible detractor de las nuevas costumbres. A veces, al atardecer, pasa envuelto en su capa española de forros bermejos y entra en el cementerio de la ciudad, tal vez en busca de su antigua inspiración necrológica. Los sapos croan en las charcas vecinas al camposanto y sonríen bondadosas las estrellas, guiñándose los ojos las unas a las otras, al ver a este buen hidalgo andino, católico y sentimental, a unos cuantos kilómetros de la costa febril y jacarandosa, donde las mulatas bailan el mambo con la blanca herida de la sonrisa sobre sus caras de chocolate y las serpientes dormitan aletargadas entre las anchas hojas de los platanales.
* José López Rueda |
Español nacido en Madrid en 1928, vivió en Cuenca del Ecuador entre 1955 a 1964, como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad. Fue oportunidad para que conociera y admirara la vida de los cuencanos a mitad del siglo XX, una de cuyas imágenes nos presenta en el presente relato que se ha dignado hacer llegar a AVANCE, revista a la que accede a través de la web en www.revistavance.com. Es un valioso personaje de la cultura española cuyos compañeros docentes y ex alumnos le recuerdan con afecto. (N del D) |