Julio Segovia diseñó y elaboró las coronas de oro que donó el pueblo a las imágenes salesianas de María y el Niño, desaparecidas en 1990. Además, cientos de piezas de pulido valor artístico, religiosas y profanas, son tesoros que enriquecen el patrimonio cultural del Ecuador

Más de un año dedicó el orfebre Julio Segovia Andrade para elaborar las coronas de oro, perlas y piedras preciosas que ceñirían las frentes de María Auxiliadora y del Niño, reliquias de incalculable valor económico y espiritual desaparecidas del templo de los salesianos de Cuenca hace 20 años.

Al cumplirse un siglo del nacimiento del personaje €“ 12 de noviembre de 1910-, es imposible no evocar su memoria junto al episodio sacrílego que conmovió a los cuencanos el 8 de diciembre de 1990, cuando al conmemorar los cuarenta años de la coronación canónica, les sorprendió la novedad de que los ladrones se sustrajeron tan preciados objetos.

En 1949 los católicos de las provincias australes del país apoyaron la iniciativa salesiana de la coronación y donaron no solamente dinero, sino sus joyas más queridas, perlas y piedras preciosas, para engalanar a las imágenes veneradas con los tesoros más costosos de la tierra.

Julio Segovia, el orfebre de mayor prestigio en el Ecuador, fue contratado por el empresario Guillermo Vázquez Astudillo para confeccionar la obra, frente a un equipo de artesanos que trabajarían bajo su dirección. Julio se entregó con fervor y pasión a la faena de mayor inspiración de su carrera, para plasmar en ella toda la capacidad de su genio y de su ingenio, en aleación de sus destrezas, su vocación y sus convicciones religiosas.

La Virgen y el Niño lucen las coronas fabricadas por el artista, prendas que desaparecieron.

Las coronas de oro de 18 kilates y las incrustaciones pesaban dos kilos y 120 gramos. La de la Virgen lucía un tallado de la trinidad divina, ángeles, escudos religiosos, los emblemas de Cuenca y de la Iglesia, 467 brillantes, 110 perlas genuinas, 45 esmeraldas, zafiros, rubíes y topacios. En una parte frontal destacada, relucían dos diamantes de un gramo de peso cada uno, donados por Florencia Astudillo, dama que décadas después de su muerte aún es leyenda de fama y de fortuna.

La coronación canónica, oficiada por las máximas jerarquías de la Iglesia Católica en el Ecuador y ante más de 30 mil fieles que llenaron el estadio municipal, es uno de los grandes acontecimientos multitudinarios en la historia de Cuenca. Cuando en la ciudad se vivía y moría en olor de santidad y la población despertaba al son de los rosarios de la aurora, nadie sospechaba que cuatro décadas después se consumaría, con impunidad total, aquel agravio anunciador de un cambio de conducta y de época en la vida de los cuencanos.

El 7 de diciembre de 1990 el párroco salesiano Alberto Enríquez extrajo las coronas de la caja fuerte donde permanecían bajo su custodia y las ciñó sobre la frente de las imágenes, para la solemne ceremonia del otro día, por los 40 años de la coronación canónica.

Y a ese otro día la Virgen y el Niño amanecieron con las cabezas desnudas, pues las preciosas prendas desaparecieron a través de una rampa armada desde una ventana hacia el exterior, por trabajos que coincidencialmente se los realizaba entonces. Veinte años después, el millonario robo permanece en el misterio y al parecer nunca hubo real empeño en despejarlo.

Las coronas y cetros de oro que solo en las grandes celebraciones lucían las imágenes - su recinto habitual era la caja fuerte-, sumaban al costo económico la invalorable fe de un pueblo que, con religioso desprendimiento, puso en manos de los salesianos el dinero y sus joyas y las de sus antepasados, en ofrenda de generosidad, devoción y sacrificio.

Guillermo Vázquez Astudillo, empresario que adjudicó   la tarea al maestro Julio Segovia Andrade, informó alguna vez que la mano de obra costó 12 mil sucres y los materiales utilizados superaban los 18 millones. Eran tiempos en los que la moneda nacional se cotizaba más o menos a la par que el dólar.


Orfebre de finos quilates

En las postrimerías del año 2000 un grupo de ciudadanos que se consideraron notables, elaboró una lista de 17 personas a las que calificaron como cuencanos ilustres del siglo XX. Julio Segovia Andrade resultó uno de ellos.

El honor de tan preclaros personajes, no pasó, sin embargo, de figurar en un boletín de prensa,   pues nada se hizo por divulgar los méritos de la nominación. El valor de Segovia Andrade quedó reducido a dos líneas: "Orfebre de finos quilates, representativo de una época en donde la filigrana en oro y en plata dio a Cuenca esencias especiales en la artesanía".

Artista nato, cursó la primaria en la escuela de los Hermanos Cristianos y cuando debió ir al colegio, falleció el padre, truncando sus estudios, para buscar maneras de aportar a las urgencias económicas de la familia mutilada.

Temprano destacó por sus habilidades en lo artesanal, empezando por dibujar piezas que luego las llevaba a estructuras de madera, como pequeños aviones en palo de balsa, que los hacía volar en sitios públicos impulsándolos con un jebe. No saben los familiares cómo irrumpió en la joyería, pero pronto despuntó en el manejo del oro y la plata, con diseños de su creación.

Autodidacta, gustaba leer obras literarias. Hombre de sensibilidad artística, asistió al Conservatorio José María Rodríguez para aprender violín, el instrumento que más se acoplaba a sus aficiones. En actos familiares y públicos, ofreció conciertos de música clásica, a veces acompañando a músicos expertos en las interpretaciones.

Hernán, el último de los siete hijos del hogar formado con Rosa Solano en 1934, le recuerda como un ser delicado, que prefería las lecturas a las fiestas, o dedicaba largas horas a elaborar bosquejos de los anillos, aretes, cruces, escudos o piezas de arte religioso que le contrataban.

Recuerda también las temporadas de vacaciones, cuando el padre alquilaba quintas vacacionales en sitios periféricos de la ciudad, que ahora están incorporados al área urbana en Monay, San Marcos, avenida Don Bosco o, los paseos a la laguna de Viscocil, donde gozaban remando las pequeñas canoas. Allí está ahora el hotel Oro Verde.

En 1945 fundó la Asociación de Joyeros del Azuay, de la que fue presidente. También presidió la Cámara de la Pequeña Industria y Artesanía de Cuenca. La Municipalidad de Cuenca le convirtió en orfebre oficial para elaborar las preseas con las que premia a las personas e instituciones destacadas cada año, en las sesiones de aniversarios cívicos.

El 5 de abril de 1969, un sábado, alguien llamó desde la Asociación de Joyeros del Azuay a la familia para informar que el maestro Julio fue transportado de emergencia a la clínica Cazorla, por un infarto cardíaco. El ataque le sorprendió mientras jugaba una partida de billar, deporte en el que era un consagrado experto. Así terminó prematuramente la vida del personaje de 59 años, que sobresalió entre los mejores ciudadanos del siglo XX.

Surgió en su campo en forma personal y solitaria. Los familiares no saben quién le habría inculcado el oficio y ninguno de los hijos ha heredado su vocación, pues todos €“dos han muerto- son profesionales en diversas especialidades. Pero están orgullosos de la vida y la obra del ciudadano, del padre y artista a cuya memoria han editado el libro Julio Segovia Andrade, Historia y Arte, para evocar el siglo de su nacimiento.

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