Por Eugenio Lloret Orellana


Eugenio Lloret

Los escándalos como noticia diaria pueden generar la impresión de que todo el mundo es corrupto, y muchos pensarán que es de pendejos no hacer lo mismo y dejar de aprovechar cualquier ocasión, aun ilícita, para beneficiarse. Entonces, se impone abandonar la cultura de la mera queja y reaccionar: resistir a la presión corruptora y pasar al contra ataque, también la honradez es contagiosa

El tema se presenta tímido en el terreno del debate, consciente quizá del maniqueo lugar común en que se ha convertido como problema y realidad. El desinterés a su alrededor es directamente proporcional a las medidas para combatirla, o a las excusas para obviarla. La indiferencia junto con la desmemoria frente a la corrupción es el principal reto a superar del periodismo de investigación que sin parcialidades políticas ni proselitistas, de manera profunda y analítica, con sentido de responsabilidad social y de la ética, está obligado a rescatar lo perdido y ser mediador de los que no tienen poder de participación.
La corrupción es acaso hoy el cáncer de la política, la negación de la idea de servicio público inmanente al Estado, y la máxima expresión de cómo la ausencia de valores éticos exalta el individualismo y hace añicos cualquier noción de sociedad, solidaridad o ciudadanía.
La corrupción ha dejado de ser una asignatura pendiente o un problema a resolver, se ha globalizado peligrosamente para adornar una perorata politiquera desgarradora de vestiduras incluidos en la sempiterna exaltación de la honestidad humana, necesaria pero escasa, para convertirse en un asunto banalmente cotidiano, lastimosamente entendido como un mal necesario en la gestión pública o privada, y penosamente soslayado de cualquier diálogo acerca del futuro del país. El mayor peligro, es considerar a la corrupción, el robo, la compra de conciencias y el desfalco al erario nacional como cosas naturales e inseparables del ejercicio del poder.
Sin embargo, la corrupción como expresión de desmoronamiento institucional de una sociedad, no es práctica exclusiva a la gestión de lo público. Fraudes corporativos, maquillajes contables, lavado de dólares, empresas fantasmas, competencia desleal, son algunos ejemplos de prácticas poco saludables y moralmente censurables en la empresa privada.
La impunidad, la multiplicación desaforada de casos, cada uno más escandaloso que otro, de corrupción en aquel crédito, en determinada licitación o concurso se alimenta no sólo

de un hartazgo público devenido ya en indiferencia, sino en la impunidad como correlato paradójico de la descomposición y politización del poder judicial, la actuación tardía y " post mórten " de la Contraloría General del Estado, las tareas inacabadas de la Fiscalía y de entidades de transparencia creadas a un altísimo costo para el Estado, y que a la larga termina en la mayoría de los casos con la absolución de los responsables. Los ejemplos sobran.
Así, desde la llegada del actual Gobierno las denuncias de casos de corrupción, no han cesado, pasan de las tres mil, ¿cuántas terminarán en sentencias condenatorias?.   El cuerpo insepulto de la independencia de poderes, ve pasar cada día un caso más, un titular que lejos de asombrar, parece confirmar la profundidad de la corrupción y sus tentáculos en la vida nacional.
Además, en la práctica, los escándalos como noticia diaria pueden generar la impresión de que todo el mundo es corrupto, y muchos pensarán que es de pendejos no hacer lo mismo y dejar de aprovechar cualquier ocasión, aun ilícita, para beneficiarse. Entonces, se impone abandonar la cultura de la mera queja y reaccionar: resistir a la presión corruptora y pasar al contra ataque, también la honradez es contagiosa.
Ante la impunidad y la ausencia absoluta de voluntad política para iniciar una lucha medianamente efectiva contra su expansión como práctica, la respuesta seguirá emergiendo de la esfera ética individual y familiar, en el que afortunadamente, seguimos creyendo y transitando una inmensa mayoría de ecuatorianos.
Como conclusión, no nos cansaremos de repetir que la democracia se convierte en el peor de los regímenes si carece de lo que es probablemente su requisito básico: la virtud. Sin ésta, "la República es un despojo y su fuerza se limita al poder de algunos ciudadanos y a la licencia de todos " ( Montesquieu ). Sin la virtud y el decoro, la ética profesional desaparece, el Estado pierde autoridad y las instituciones se vuelven vulnerables, en grados diversos, al flagelo de la corrupción.

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233