Por Yolanda Reinoso


Yolanda Reinoso
En la superficie, Estambul exhibe su bello perfil urbano, inconfundible por la Mezquita Azul, la famosa Haya Sofía, el Estrecho del Bósforo, las calles empedradas, el mercado de artesanías, y tantos otros sitios con ese encanto especial, dado que la ciudad tiene el tinte característico de Medio Oriente y, sin embargo, no le falta tampoco un cierto aire europeo.

 

Interior de la Basílica y el reflejo en el agua sobre el piso.
En lo subterráneo, Estambul guarda un verdadero tesoro histórico y arquitectónico, pero sobre todo, un lugar de una belleza sublime y extrañamente acogedora. Se trata de la Basílica Cisterna, cuyo nombre en turco, "Yerebatán ( "cisterna sumergida"), dice exactamente lo que esta maravilla es desde el punto de vista más práctico: un depósito ubicado bajo tierra, destinado a almacenar agua.

Sin embargo, desde la perspectiva quimérica, esta cisterna construida hacia el año 532 de la época bizantina, guarda en sus entrañas esa energía protectora que suele percibirse en los fortines, pues el carácter subterráneo implica ya de por sí la idea de preservar, de defender. El objetivo de la cisterna habría sido justamente tener una reserva de agua, considerando que el Acueducto de Valente, expuesto a todos, sería un blanco vulnerable en caso de un ataque.
La ubicación de la cisterna obligó pues a instalar una iluminación especial que permitiera a la gente recorrer sus pasarelas que, estando casi al mismo nivel del agua, denotan una comunión entre la tierra y el líquido vital como un aspecto particular del sitio.

El punto culmen de la cisterna es su innegable matiz de arte, pues las 336 columnas que sostienen su estructura exhiben motivos diversos, desde suaves ondulaciones hasta formas más concretas, como la que muestra un ojo del cual caen lágrimas. Dado que se habrían utilizado esclavos en la construcción, se cree que las lágrimas se tallaron a fin de honrar a quienes murieron por una u otra causa durante los trabajos, así que la sola sugerencia de esta idea nos lleva a pensar en las facetas propias de un proyecto de tal magnitud, y que olvidamos tras la fuerza estética del resultado. El mármol usado en las columnas les da la sutileza que podría perderse en las dimensiones, puesto que el grosor y la altura sobresalen como una característica predominante necesaria.

Hay un par de columnas que acaban en cabezas de medusa de origen desconocido; se cree que fueron transportadas tras la caída de algún edificio romano. Lo curioso es que una de las cabezas está colocada boca abajo, mientras que su par está de lado. Una versión sobre la causa es que se trata simplemente de una manera de equilibrar cada columna, mientras que otra se refiere a la creencia proveniente de la mitología, según la cual la medusa, al ser una Gorgona mortal, debe evitar recibir una mirada directa de las Gorgonas que no lo son, pues eso bastaría para petrificarla. Sea cual fuere la razón original para la posición de las enormes cabezas, es innegable que da lugar a la curiosidad.

La pared, de ladrillo visto, culmina en un tumbado en el que abundan las líneas onduladas, siguiendo la forma de los arcos que se forman al unirse las diferentes planchas colocadas a fin de ser sostenidas por las columnas. La oscuridad de la cisterna, iluminada estratégicamente en la actualidad con lámparas de distinta intensidad y color, más la evidente humedad que deja que gotas de agua se desprendan de techo y paredes cayendo sobre la gran masa líquida almacenada, crean un mundo subterráneo que invita a reflexionar sobre el simbolismo de sentirse protegido bajo tierra, como en un vientre opuesto a las adversidades externas.

El aspecto tétrico, a veces sombrío de un subterráneo, no va con esta cisterna, y si al visitante de pronto le atacan esos sentimientos, un rápido ascenso por la escalera le devolverá a la visión abierta de la calle, con su basílica más próxima y los transeúntes, quedando atrás el sentimiento de protección, encerrado bajo tierra.

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