Por Yolanda Reinoso


Yolanda Reinoso
Si bien el ritual de las estaciones del Vía Crucis guarda uniformidad mundialmente, cambia la presentación que las iglesias hacen de las mismas; puede ser a través de cuadros al óleo, vitrales, tallados en madera, y hay donde sólo se indica modestamente cada estación en números romanos, sin imagen alguna.

Quienes hemos ejercido esta costumbre propia de la Semana Santa, no necesitamos más que repasar todo lo ligado al ritual: los pasos de la gente, los cánticos apropiados, el olor a incienso, el color púrpura cubriendo las imágenes, y la posterior costumbre tan nuestra de la fanesca. Mi   memoria personal de esta tradición va ligada además a   la compañía de mis tías y abuelita, así que el lector o lectora deberá ponerle a la siguiente descripción su propio cúmulo de evocaciones.

Para el efecto, estamos en Chartres (Francia), maravillados ante la altura de las naves de la Catedral de la Asunción de Notre Dame (nuestra señora) de dicha ciudad, considerada el ejemplo más representativo de arquitectura gótica de Francia, algo que resulta paradójico si consideramos que el edificio inicial que sufriera un incendio, era románico.
La construcción es de principios del siglo XIII, dato suficiente para imaginar el arduo trabajo de levantar con piedra la longitud que alcanzan las pilastras, culminando en bóvedas de crucería iluminadas por la luz que traspasa los numerosos ventanales y rosetones; el frío de la piedra se respira en el ambiente siempre fresco, mezclándose con los olores que provienen de las velas que se queman por aquí y allá.
Aunque hay demasiado para observar: el altar, el laberinto del piso de la nave central, los vitrales mismos con su colorido y representaciones, nos vamos directo a la girola que circunda el coro junto al altar mayor.
Este llamativo elemento de piedra nos transporta a cuatro siglos más tarde, y nos embelesa porque el detalle con que se ha esculpido cada una de sus 40 representaciones invita a un recorrido que podría durar horas, así que vamos a fijarnos sólo en las que tienen las estaciones: observamos a Jesús de pie al momento de la condena a muerte, cargando la cruz, encontrándose con su madre, crucificado, sepultado, etc., pero la gran particularidad radica en que el artista no se limitó a delinear las formas básicas que permitirían a cualquiera reconocer a los personajes bíblicos en cuestión, sino que el cuidado puesto resalta en los detalles clave de los sucesos, como la expresión del rostro de Jesús según la circunstancia, la faz individual e irrepetible de las estatuas correspondiéndose con los sentimientos propios del momento, los pliegues de la ropa que llevan,   la postura de los personajes   cortada de tal manera que no hay rigidez sino que, al contrario, da la impresión de tratarse de figuras flexibles, cuyas venas visibles ya sea en las extremidades superiores o inferiores, así como las arrugas en los rostros ya sea por la edad o la tensión, nos infunden la sensación que suelen provocar las figuras de cera por su naturalidad y cercanía con la realidad.
Cada nicho de esta obra de arte está enmarcado entre columnas con figuras de santos, coronadas por pináculos de terminaciones afinadas, tal cual el exterior de la estructura de una catedral gótica clásica, produciendo el efecto de estar cargado y, por ello mismo, de una abundancia de elementos cuya observación podría apartar del rezo a quienes acuden allí en Semana Santa.
Para hacerlo más real, preguntémonos cuántas veces hemos visto un trabajo tan minucioso en piedra que nos hace sentir como si estuviésemos presenciando todo en vivo; ésa es la esencia de esta girola que no se limita al Vía Crucis, puesto que los otros nichos representan escenas de la Virgen con las mismas características de cuidado de lo ínfimo.
Frente a un producto gótico tan expresivo, probablemente salgamos de Chartres habiendo visualizado aspectos que acaso pasamos por alto en todos los Vía Crucis que rezamos antes.

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