Por Yolanda Reinoso
Jamás salen durante el día ya que el sol ardiente, aún si es invierno, quemaría su piel en cuanto carecen de glándulas sudoríparas que les ayuden a refrescarse; pastan por la noche, cuando ya el parque nacional no permite el ingreso de nadie que pueda perturbar sus hábitos.
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Parecía que el safari, dado que nos sentaríamos por horas en una furgoneta para disfrutar de la vista de los animales que encontrásemos, no iba a cansarnos, pero luego de cuatro horas estábamos agotados, a la merced del chofer quien, cerca ya de la una de la tarde, se dirigió a uno de los puntos donde está permitido almorzar. La manzana, el sándwich de pollo y la gaseosa resultaron un festín con tal jornada.
Los seis pasajeros supusimos que el recorrido continuaría por el parque Masai Mara en busca de más manadas de felinos, elefantes, búfalos, hienas, pero el conductor nos llevó por caminos distintos, más estrechos y rodeados de árboles, como si de repente estuviésemos en otro lugar y el paisaje abierto y suave de las planicies que reconocimos como africanas unas horas antes, hubiese quedado en la lejanía. Llegamos a una colina de moderada altitud, que nos permitió darnos cuenta de que seguíamos en el mismo territorio, bordeando la frontera con Tanzania, en la última porción de Serengueti que le corresponde a Kenya.
Poder estirar las piernas al enterarnos de que allí estaba permitido bajarse del vehículo fue un alivio; un corto trecho recorrido, y llegamos al borde de un brazo del río Mara, cuyas aguas en tal punto se mostraban lodosas. Otros turistas que habían llegado antes, se hallaban anonadados cual si estuviesen ante un paisaje de belleza sobrecogedora. El conductor, acostumbrado a la poca habilidad de la gente de ciudad para observar la vida animal confundiéndose con los colores propios de su hábitat, nos sugirió que nos sentáramos en silencio y que mirásemos fijamente hacia el centro. Unos segundos más tarde, la mirada fija permite detectar movimientos antes desapercibidos, y entonces vimos los oscuros ojos de contornos redondeados, las orejas espantando a los insectos, las fosas nasales de los hipopótamos.
Con voz queda, el conductor explicó que jamás salen durante el día ya que el sol ardiente, aún si es invierno, quemaría su piel en cuanto carecen de glándulas sudoríparas que les ayuden a refrescarse; pastan por la noche, cuando ya el parque nacional no permite el ingreso de nadie que pueda perturbar sus hábitos.
Finalmente, nuestros oídos se adecuan también a los sonidos de la naturaleza; empezamos a reparar no sólo en las ramas de los árboles meciéndose con la leve brisa, en el trino de alguna ave que no alcanzamos a divisar, en el chillido de los monos que abundan en la zona, y en los bramidos de los hipopótamos, que a mí me recordaron un poco a los que emiten los cerdos.
En su quietud y al cerrar los ojos cual en estado de somnolencia, dan la apariencia de estar siempre a punto de hundirse, pero se espabilan de pronto y se mueven de un lado a otro, chocándose con sus compañeros más próximos, dejando ver su pesado cuerpo formado como un barril, y hasta hay un par que se aventura a salir del agua por un momento para rodar un poco en el lodo de la orilla, como reprime un grito de emoción que podría provocar la ira de los mamíferos.
Sus patas cortas y el peso corporal influyen en una movilización lenta cuando están en tierra; la naturaleza los hizo para que estén más a sus anchas en el agua, tal como lo enuncia el significado de su nombre: caballo de río.
Cuando ya es hora de irse para ceder el turno a otros grupos, nos encaminamos hacia la furgoneta, mirando de rato en rato hacia atrás; sospecho que deseábamos que lo visto se impregnara en la memoria de manera más nítida que las fotografías que tomamos, pero lo que no se refleja en las fotos, en cambio, queda adentro de uno como un sentimiento de esos que no se explican bien, pero que yo traduzco en palabras como una sensación incomparable.
Lo inconmensurable radica en que se ha visto a estos particulares paquidermos en su hábitat, lejos de ataduras y límites de zoológicos, en un mundo natural que no tenemos derecho a invadir y que, por cierto, cómo podríamos no admirar de lejos con la certeza de que es frágil y bello, enigmático como la vida misma