Por Mario Cordero Alvear

El gran escritor Ernesto Sábato, sobre todo en su obra ensayística, se muestra como un profundo detractor de los contenidos teóricos  del pensamiento moderno y es uno de sus más incisivos críticos

 
Sábato, el centenario, junio de 1911-abril de 2011  

Recuerdo con cierta nostalgia aquellos días de escuela, cuando escuchábamos atónitos las increíbles palabras del maestro de segundo grado. Decía que muchos siglos atrás, eminentes sabios aseguraban que la tierra tenía la forma de una media naranja que sostenida en el caparazón de una gigantesca tortuga viajaba a la deriva sobre un  mar de leche. Años después, un profesor todavía más astuto, hacía inconmensurables esfuerzos trazando elipses y esferas en el pizarrón, intentando graficar el dócil y equilibrado universo Aristotélico-Ptolomeico, cuyos arquetipos subsisten todavía en el imaginario colectivo: Este es nuestro planeta, decía con inocultable satisfacción, señalando con el puntero una modesta esfera,  mientras nuestras perplejas mentes huían  a velocidades siderales, hacía fabulosos y menos equívocos mundos.

Vivimos un tiempo en el que la fe ya no mueve montañas,  ya nadie se atreve a conducir cada mañana el carro del sol, los muertos se han quedado sin su reino; y hasta los demonios han perdido su infinita sabiduría.  Sí,  por fin somos libres, gracias a la omnipresente razón y a la todopoderosa ciencia que nos legó el pensamiento moderno. El hombre ahora es libre, ha descifrado el secreto del inexorable arcano de la vida,  y  no tiene miedo alguno cuando escucha a los viejos hablar de  azufrados y gimientes infiernos.  Ahora es libre, pero se ha quedado huérfano y jamás  ha estado tan solo.

Quizá sea esa enorme sensación de orfandad, la que atraviesa como  una helada sombra el rostro grave pero infinitamente humano de Ernesto Sábato, impregnándolo  con esa sigilosa nostalgia  que tiembla en  sus ojos, como el adorno de un viejo  dios abandonado.

Para Sábato, el pensamiento moderno implica un doloroso escindimiento de la condición humana y constituye  el fundamento ontológico de la mayor tragedia de los hombres: su deshumanización.  “Hubo un tiempo en que el hombre era una integridad, -nos dice el maestro- y no este ser patéticamente dividido que nos ha proporcionado la mentalidad moderna. La poesía y el pensamiento constituían una sola manifestación del espíritu. Como afirmaba Jaspers, desde la magia de las palabras rituales hasta la representación de los destinos humanos, desde las invocaciones a los dioses hasta las plegarias, la poesía impregnaba la expresión entera del ser humano. Y la primera filosofía, aquella primigenia indagación del cosmos, no era sino una bella y onda expresión de la actividad poética.  Pero en esta destructiva era de desmitificación –que se confunde con desmistificación- , se pretende que el progreso está jalonado por el paulatino desalojo del pensamiento poético.”

El hombre, ese incansable perseguidor de absolutos, se convierte con el advenimiento de la modernidad, en víctima del más tenebroso  de sus extravíos: eleva el pensamiento lógico  a la categoría de divinidad y pone a la ciencia en el trono vacante de Dios.  “El mundo de los árboles, las bestias y las flores, de los hombres y sus pasiones, se fue convirtiendo así en un helado conjunto de logaritmos, letras griegas, triángulos y fórmulas matemáticas. Y, lo que es peor, nada más que en eso”;  nos dice Sábato en sus primeros escritos, recordando seguramente esos días en que fungió como brillante científico, mientras su alma atormentada por la dualidad, como lo es todo espíritu genial, encontraba refugio en  anárquicas noches de bohemia con los surrealistas franceses y sus alucinadas teorías sobre el arte y la vida. “La ciencia estricta es ajena a todo lo que es más valioso para el ser humano: sus emociones, sus sentimientos, sus vivencias de arte o de justicia, sus angustias metafísicas. Si el mundo matemático fuera el único verdadero, no solo serían ilusorios los sueños, también lo serían los paisajes de la vigilia, la belleza de una sinfonía,  el amor. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos nos emociona.”

La edad moderna, no solo verá renacer el clasicismo con su canto al hombre de carne y hueso y a la vida, también será testigo de la resurrección del viejo y decrépito  platonismo, que sueña con un impecable universo de ideas y figuras perfectas, “topos uranos” solo alcanzable para los mortales mediante la geometría, la razón y la ciencia. Así, la mente moderna, nos lleva de la vida humana e imperfecta a un universo signado por la perfección geométrica de las ideas y regido por la exactitud de la lógica, “pero debemos volver, -dice el maestro- si queremos seguir perteneciendo a la raza humana, porque ese reino perfecto no es el de los hombres, esas abstracciones no lo apaciguan sino transitoriamente, y todos concluyen por añorar este mundo terrestre en que se vive con dolor, pero en el que se vive: el único que nos ofrece pesadumbre, pero el único que nos proporciona plenitud humana.”  

El capitalismo, entendido como paradigma de la edad moderna, despoja al mundo de sus atributos concretos y lo convierte en una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto e individual, sino el hombre-cosa, ese extraño ser todavía con aspecto humano, con ojos, llanto y voz, pero convertido en engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Este es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas, pero ignorando que también él llegaría a transformarse en cosa.  “La modernidad da forma a un ser patéticamente confundido y alienado, el triunfo de la razón y de la ciencia crean una nueva verdad: La superstición de que no se debe ser supersticioso. La ciencia se convirtió así en una nueva forma de magia y el hombre de la calle creía tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndose a sí mismo. La investigación del alma con amperímetros y compases, la medición de la sensibilidad con ingenuos tests puntuados sobre diez, la decisión estadística de la belleza, son solo una pequeña muestra de lo que la modernidad ha hecho de nosotros.”

Sábato nos advierte una y otra vez del peligro que corre el ser humano de desintegrarse para siempre, si deja que su mente siga encandilada por las formas aritméticas que el nuevo imaginario a creado. La idea de un mundo perfecto que nos espera más allá del defectuoso universo en el que vivimos, un mundo de ideas planas y de sentimientos geométricos y lógicos,  constituye la más grande y peligrosa ficción imaginada por los hombres, puesto que lo peculiar del ser humano, dice Sábato,  “no es el espíritu puro, sino esa desgarrada región intermedia llamada alma, región en que acontece lo más grave de la existencia y lo que más importa: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño; nada de lo cual es espíritu puro, sino una vehemente mezcla de ideas y de sangre”.  Sábato, en su  intento por acceder a la universalidad concreta, no solo cuestiona las verdades de la física, sino que se sumerge en los intricados laberintos de ese absoluto que vislumbró con la plenitud de sus facultades intelectuales y emotivas, ya que para develar la clave de los mitos y los sueños, son torpemente inútiles los silogismos y los teoremas.

Ernesto Sábato,   ahora está muerto,  y como es un muerto grande, sigue presente entre nosotros y seguramente su fantasma nos perseguirá por toda la eternidad.  Sábato,  el alucinado escritor del  Informe sobre ciegos, el magistral ensayista que develó  la miseria de la ciencia y de la razón humanas,  el detractor de todo fundamentalismo y defensor suicida de la libertad. Sábato, fue un ser humano universal, de los pocos  que superan la mediocridad y la miopía en este mundo dividido por el odio y diezmado por la vanidad . Entendió con claridad  que la carne y el espíritu son una sola cosa, y que el hilo que nos une con la eternidad está teñido de sangre.   Escribió sin miedo alguno sobre el destino del hombre y el sentido de su existencia, sobre sus dramáticos desgarramientos y sus incertidumbres. Valoró como nadie lo había hecho antes, la condición irracional del ser humano, su inmanencia incomprendida, su sensibilidad tan lejana de la lógica  y por eso tan hermosa y tan terrible.  Sábato, el feroz antiplatonista , el detractor de toda forma de sistematización de la realidad, el recreador de las grandes obsesiones humanas,  se ha ido,   dejándonos  a cuestas el mundo y la vida

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