Por Marco Tello

Marco Tello Como en toda conquista de nuevos mundos, esta ficción puede caber en la realidad que vivió nuestro continente en los primeros años del siglo XVI, confirmando la certidumbre de que hay para cada época un tipo de extraterrestres. A donde ha ido el hombre con su petulancia de superioridad sólo ha sembrado muerte; y cuando no haya en el planeta mundos que conquistar, llevará  su obsesión al espacio infinito

Un grupo de niños juegan en la orilla. De pronto, como a dos tiros de flecha, observan con asombro una extraña embarcación, larga y angosta, que se mece en la corriente plateada del río. En el recodo del camino que baja de la montaña y toma por la ribera, les ciega una hilera de reflejos intermitentes, móviles.

 

 
Fascinados por la aparición, los niños interrumpen el juego; unos se escabullen temerosos entre las palmas espinosas; los más intrépidos, incitados por la curiosidad, se disputan un puesto en lo alto de los árboles.
 
-¡El emperador! -exclaman. Pero enseguida entienden que no puede ser el emperador, porque no cruza por allí el camino real provisto de aposentos y de grandes depósitos. 
 
Entre tanto, el campo se agita y el trecho se torna polvoriento. Pequeños y grandes animales salen a los senderos, olfatean el aire y corren a las madrigueras. En un precipitado batir de alas, pájaros de mil colores huyen de la nube de polvo y se pierden al otro lado del río. Como es el tiempo de la recolección, llegan desde el poblado cercano los cantos de los cosechadores. Inmóviles en sus puestos, los niños cuchichean. El que hace de líder (lleva ceñida la cabeza con una cinta de lana roja) piensa que el emperador habrá ordenado acortar por las montañas el retorno a la capital del imperio.
 
Los reflejos se aproximan aún difusos, en acompasado movimiento. Los niños han oído hablar sobre la visita que antes de la guerra fratricida realizaban los emperadores a los pueblos diseminados por el vasto territorio. Cada aldea allanaba el camino para el cortejo real y competía  tapizándolo de flores. A hombros de los príncipes se movían entre la multitud las andas de oro, delante de las cuales danzaban para el Hijo del Sol doncellas de belleza indescriptible. Sin importar la jerarquía, los súbditos se prosternaban con la vista dirigida al suelo hasta que los guerreros cerraran el cortejo.
 
Fija la mirada en el camino, contenida la respiración, los niños aguardan en silencio; pero lo que escuchan a continuación no es el rumor que levantaba en su mente el séquito  del emperador, 
 

sino el eco de mil golpes rítmicos con que apisonan la tierra innumerables pies metálicos. No hay vestales ni flores; solo el ruido estrepitoso producido por un enorme ser de antenas relucientes que se estira bajo la calcinante polvareda. Cuando pasa frente a ellos, los niños lo ven desde los escondites, impulsado por  unos seres menores de naturaleza entre humana y animal. El monstruo imprime velocidad en la planicie dejando una estela de presentimientos. Al cabo de poco, entre sordos estampidos, se oyen gritos de espanto y el crepitar de las viviendas consumidas por el fuego. Las llamas han volatilizado el canto de los segadores. El incendio se propaga con el viento y  prende en las copas de los árboles que arden como antorchas perfumadas. Los niños se lanzan a la corriente. Algunos de ellos lograrán sobrevivir al otro lado del río.

 

 
Como en toda conquista de nuevos mundos, esta ficción puede caber en la realidad que vivió nuestro continente en los primeros años del siglo XVI, confirmando la certidumbre de que hay para cada época un tipo de extraterrestres. A donde ha ido el hombre con su petulancia de superioridad sólo ha sembrado muerte; y cuando no haya en el planeta mundos que conquistar, llevará  su obsesión al espacio infinito. 
 
Entonces, la realidad  podrá caber plenamente en la ficción. Hasta tanto, sabemos que  desde hace 62 años gira en un punto del cosmos un nuevo mundo aún imaginario; aterrador, pero maravilloso, casi real. Un antiguo habitante, el señor Yll, ha vuelto a vivir su eternidad en el viejo palacio de cristal reconstruido junto a un mar fosilizado. El 5 de junio último, el señor Yll tocaba con los dedos, como en un arpa, el libro secreto del génesis “Crónicas marcianas”, cuando oyó un ruido en  el porche.
 
     -Es un pájaro nocturno –dijo para tranquilizar a su mujer. 
 
     Pero la señora Ylla no se convenció. Su silueta de plata se movió resueltamente hacia la entrada.
 
     -¿Quién es? –preguntó con voz firme, entreabriendo la puerta triangular.
 
     -Soy yo, Gay Bradbury.
 

 

 

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