Por Marco Tello
El arte narrativo transforma en tipos humanos a los personajes de la vida corriente: el burócrata, el empresario, la aristócrata venida a menos; y, en contraste, el obrero de alma translúcida, que ama y se conduele del dolor ajeno; por un lado, el sistema educativo centrado en la frialdad de los números; por otro, la sabiduría que transmite el jinete de circo con la gracia natural que le ha proporcionado el contacto con la vida real de los seres humanos |
El pasado 7 de febrero, cada miembro del gabinete inglés recibió en obsequio un volumen de Charles Dickens (1812-1870), en una ceremonia por el bicentenario del escritor; todos, menos el primer ministro, quien recibió dos libros: “Tiempos difíciles” y “Grandes esperanzas”. El ofrecimiento de estas obras que no figuran entre las más leídas del autor (“Oliver Twist”, “David Copperfield”, “Canción de Navidad”), cobra un valor simbólico, como si el propio Dickens las hubiera seleccionado para la ocasión.
Tenía el novelista 25 años de edad cuando la reina Victoria ascendió al trono británico e inauguró el fecundo período que se conoce como era victoriana, caracterizado por el esplendor del imperio, tras una larga convulsión. Durante el reinado, que se prolongó hasta 1901, Inglaterra se afianzó en sus posesiones, en sus dominios coloniales, y aceleró el proceso de industrialización. Crecieron las ciudades hasta convertirse en el escenario ideal para la actuación de la clase media y de la burguesía. Proliferó la banca que aseguraba el rédito de los capitales. Cambió el paisaje: líneas telegráficas, carreteras, vías ferroviarias daban flujo a la prosperidad. La flota imperial vigilaba el comercio marítimo y la seguridad externa. Nunca se había experimentado un vuelco tan radical del mundo y de su visión, un cambio febrilmente alentado por la idea de progreso.
Sin embargo, hacia la mitad del siglo, ya era demasiado visible la cara oculta de ese esplendor, espacio lóbrego donde sobrevivía la población obrera que labraba la fortuna de los empresarios y de los administradores del capital. Era, desde luego, una situación no superada -talvez nunca superable- desde el siglo XVIII; esto es, desde el comienzo de una revolución que ha sido duradera porque no había triunfado con las armas, sino con el movimiento de la máquina de vapor: la revolución industrial (en la misma forma aparentemente pacífica en que hoy se da la revolución informática).
Aquel lado oscuro, que ya era abordado en el siglo XIX por el pensamiento económico, fue llevado por Dickens al universo literario. Es el mundo fielmente descrito en “Tiempos difíciles” (1854), novela de realismo social con tenues pinceladas románticas sobre la naturaleza que presiente el drama humano
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Vigor descriptivo, fuerza narrativa, vivacidad en el diálogo, obligan al lector a establecer un compromiso solidario con la realidad, con el narrador y, quizás, con el autor. Allí está la ciudad industrial de Coketown, nombre ficticio, pero no imaginario, porque Coketown, con sus ladrillos grises y sus serpientes de humo; con sus rincones lúgubres que acogen por la noche a los obreros ennegrecidos y agotados, puede ubicarse en muchos lugares del planeta.
Configurada alrededor de un solo afán colectivo –producir-, la ciudad había modelado de tal manera la visión positivista de la cúpula social que era inconcebible conjugar otro verbo que no fuera producir. Ni ideas ni propósitos había que pudieran brotar fuera del circuito productivo, al cual pertenecían los “brazos”, que así se denominaba a la clase obrera en su conjunto –pieza del telar-, porque el ser individual no existía. Tal era el esquema mental al que debían ajustarse los habitantes si querían prosperar en Coketown. El arte narrativo transforma en tipos humanos a los personajes de la vida corriente: el burócrata, el empresario, la aristócrata venida a menos; y, en contraste, el obrero de alma translúcida, que ama y se conduele del dolor ajeno; por un lado, el sistema educativo centrado en la frialdad de los números; por otro, la sabiduría que transmite el jinete de circo con la gracia natural que le ha proporcionado el contacto con la vida real de los seres humanos.
No se sabe si el primer ministro británico habrá vuelto sobre el volumen que le fue obsequiado. De cualquier modo, descubrirá el lector una suerte de novela de tesis que ha adoptado magistralmente la forma narrativa para sustentar el fracaso de un sistema pedagógico. Al reducir el conocimiento a las realidades tangibles –estadísticas, números-, ese régimen escolar ocasionará desdichas incontables, ya que había dejado fuera de la razón cuanto pertenecía al sentimiento, al amor, a la imaginación. Y al lector le resonará extrañamente familiar aquel sistema destinado a conducir a la nueva generación hacia el reino de los hombres de negocios, un reino sin futuro, aunque dure mil años.
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