Por Marco Tello

Marco Tello Se sabe que murió a consecuencia de una sobredosis de morfina, casi en plena luna de miel (había contraído matrimonio el 15 de octubre con Carmen Rosa Sánchez); pero en realidad parece que murió de una larga enfermedad: la melancolía. “Sobre el cortejo disperso cae la lluvia lacrimosa de noviembre, mientras las rosas de las ofrendas se deshacen en pétalos”, escribió Raúl Andrade 

El título de esta columna es un segmento versal de Arturo Borja. El martes 13 de este mes se cumple el centenario de su muerte temprana, un extraño final que ensombreció el alma de su generación.

Vale recordar, para este comentario, que tres meses antes, en agosto de 1912, había circulado el primer número de la revista literaria “Letras”, merced al entusiasmo del propio Borja, en unión de Isaac J. Barrera, Francisco Guarderas y Ernesto Noboa y Caamaño. Abrigaban estos jóvenes (el menor tenía 20 años; el mayor, 28) el propósito de superar la incomunicación y poner a la capital de la República en contacto con el mundo.  El arte, la poesía en particular, era el punto de referencia cultural, no el estruendo del ferrocarril ni la pasión política. Guarderas traza en las primeras páginas un panorama de la literatura nacional, largo tiempo sustentada en los nombres venerables de Olmedo y de Montalvo. Hubo otros ameritados escritores –reconoce-; pero se había extremado el culto al Siglo de Oro español y una ciega adhesión al pasado, en oposición a los ideales de progreso y libertad; cualquier asomo de ruptura recibía la censura de los académicos. Mas, actualmente –afirma-, merced al impulso de la nueva generación, entre los 27 y los 30 años, la liberación era efectiva. Se habían dejado de cantar las glorias patrias, y perdían interés las costumbres locales. La novedad –prosigue- subyugaba a los jóvenes, ávidos de entablar contacto con todas las razas, lenguas y religiones, a fin de acomodar a su temperamento la variada gama de sentimientos y formas expresivas. Saluda con entusiasmo al grupo de adolescentes que maduraban en silencio, irrespetuosos y terribles, llamados  a sellar la independencia literaria. Les advierte, empero, sobre el peligro de los estimulantes venenosos, y les exhorta a descubrir melodías aún inexploradas en América, no solo en los Versalles galantes ni en las músicas del Rhin. Sin duda, fue esta reflexión final la que ayudó a  Guarderas a vivir cerca de 80 años.
Talvez obedeció también a esa reflexión el incluir en ese primer número los poemas “Brisa de otoño” de Noboa y Caamaño, y “Primavera mística y lunar” de Arturo Borja, textos que vertían la contemplación de 
 
 

 

lo propio en una nueva pulsación interior, aunque aún no liberada de la bruma romántica. Así, la naciente revista se asomaba al modernismo. En el número 2 (septiembre, 1912), aparece “La tarde muerta”, de Humberto Fierro, composición escrita bajo el influjo de Juan Ramón Jiménez, y emparentada, por tanto, con lo que haría acá, entre nosotros, Alfonso Moreno Mora.
En el mes de noviembre, circuló el Nº 4, dedicado al más joven de sus fundadores, Arturo Borja, un adolescente taciturno, de mirada perdida en la lejanía, con un incurable cansancio de vivir, según el apunte magistral de Raúl Andrade. La mirada perdida, no en las lejanías del paisaje andino, sino más allá del océano, en el París de comienzos del siglo, en donde había vivido parte de la adolescencia en procura de tratamiento para una lesión ocular. Conoció allí a los poetas franceses; leyó con avidez al conde de  Lautréamont, a quien tradujo; a Mallarmé, a Baudelaire, a Verlaine. De ese mundo distante provenía la fuente cristalina, el albor de los cisnes, tanto como los rumores del otoño y las melodías vesperales que esmaltan la selección que publicó dicho número, dolido por el fallecimiento del poeta el 13 de noviembre de 1912. 
Se sabe que murió a consecuencia de una sobredosis de morfina, casi en plena luna de miel (había contraído matrimonio el 15 de octubre con Carmen Rosa Sánchez); pero en realidad parece que murió de una larga enfermedad: la melancolía. “Sobre el cortejo disperso cae la lluvia lacrimosa de noviembre, mientras las rosas de las ofrendas se deshacen en pétalos”, escribió Raúl Andrade. Ese mismo año había muerto el padre del poeta, Luis Felipe Borja,  jurisconsulto eminente, entusiasta partidario de la revolución liberal hasta no ser desengañado por la deslealtad entre los protagonistas. 
Pero la de Arturo Borja no fue una simple actitud de rebeldía. El nuevo arte era una forma de ignorar la trivialidad; un modo de huir, en ese entonces, de la gendarmería y del comercio de novelerías, practicado al amparo de una revolución que declinaba. Si fue un arte apenas entendible en aquel medio, ahora, en cambio, no sería del todo comprensible fuera de ese contexto.  
 

 

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