Por Marco Tello

Marco Tello Quienes no hallan coherencia entre el empeño gubernamental por mejorar las vías y la casi drástica restricción de la velocidad, preguntan para qué se ofrecen carreteras de primera, si se obliga a los usuarios a recorrerlas en segunda y en tercera. Por otro lado, si el tablero de control del automóvil menos sofisticado tienta con la posibilidad de sobrepasar los doscientos kilómetros por hora, resulta a primera vista incongruente que se señale un límite que va de  sesenta a  cien kilómetros, fuera del perímetro urbano  

 

No es fácil describir la emoción del locutor radial cuando narraba, hace cosa de seis décadas, una carrera de carros que rebasaba la inconcebible velocidad de sesenta kilómetros por hora. En la fantasía infantil, era la medida del vértigo. Se refresca la memoria ante las encontradas opiniones que se vierten sobre la aplicación de las normas dictadas para el control de la circulación en territorio ecuatoriano, a tono con lo que ocurre en muchas regiones del globo, cada una, por supuesto, ajustada a su propia realidad. El año pasado, para no ir demasiado lejos, en Colombia se fijó en cien kilómetros por hora la velocidad máxima. En la capital mexicana, la ciudad más grande del mundo, las autoridades no encuentran, en cambio, la forma de acelerar la marcha, que a pesar de sus millones de vehículos, alcanza el promedio –envidiable para un conductor cuencano- de 24 kilómetros por hora. 
 
Probablemente, estamos casi todos los ecuatorianos de acuerdo en la necesidad de regular este tipo de comportamientos colectivos ante las nuevas situaciones creadas por los retos de la sociedad en la que por fortuna nos ha tocado vivir y sobrevivir. Desde tiempos inmemoriales, poner orden al caos ha sido uno de los imperativos legales para asegurar la supervivencia de la especie, primero en la aldea, en la ciudad, y luego en la nación y en el planeta. Se discrepa, sin embargo, en el caso muy puntual del tránsito vehicular, sobre la fijación de las limitaciones.
 
Quienes no hallan coherencia entre el empeño gubernamental por mejorar la condición de las vías y la severa y casi drástica restricción de la velocidad, se preguntan no sin razón para qué se ofrecen carreteras de primera, si se obliga a los usuarios a recorrerlas en segunda y en tercera. Por otro lado, si el tablero de control del automóvil menos sofisticado tienta al conductor con la posibilidad de sobrepasar los doscientos kilómetros por hora con solo rozar un pedal, resulta a primera vista incongruente que se señale un límite que va de  sesenta a  cien kilómetros, fuera del perímetro urbano. 
 

 

Por consiguiente, no han faltado advertencias sobre el riesgo de que las recientes restricciones desaceleren la marcha entera del país. Peor todavía, muchos conciudadanos experimentarán una inconfesable frustración al perder la oportunidad de ejercer en las carreteras, especialmente en las curvas, su efímero poder sobre otros mortales. 
 
Sin ser  partidarios del gobierno, no faltan quienes aplauden las medidas. Como en ninguna parte, en una sociedad sin tradición de disciplina es necesario refrenar los impulsos individuales en beneficio del interés colectivo. Así se evitará que las carreteras mejoradas conviertan el tránsito en un caos, cuando no en una carrera desenfrenada hacia la muerte. En este sentido, las disposiciones legales no restringen la libertad individual; al contrario, la someten a las regulaciones que permiten justamente el ejercicio pleno de toda libertad, cual es el respeto a las normas que la rigen, porque el irrespeto vulnera la libertad de los demás.   
 
De todas maneras, aunque echemos pestes contra un  régimen, no cabe duda de que la sujeción a las nuevas regulaciones en materia de tránsito ofrece la gratificante posibilidad de compartir, al menos en la carretera, la vigencia de una genuina democracia. Frente al volante, todos los conductores son iguales. Por muchas riquezas que posea, por elevado que sea el estatus, el rango político o social, ningún ciudadano podrá sobrepasar los límites establecidos por la ley, y ya no habrá lugar para la envidia, si recordamos un poco a Fernando Savater. De esta suerte, tan veloz, seguro y confortable será viajar en un carro Mercedes del año como en un viejo escarabajo del jurásico, para emplear un término más congraciador con el gobierno. Sin embargo, si se traslada este entusiasmo a otros ámbitos del convivir ciudadano, es bueno reflexionar, con el debido respeto  a los filósofos oficiales, sobre si el mero prescribir y prohibir nos pondrá en la ruta adecuada hacia un nuevo orden democrático. 
 
 

 

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