Por Marco Tello

Marco Tello En noviembre será un siglo del nacimiento de Albert Camus, Nobel de Literatura en 1957, muerto a los 47 años en un accidente automovilístico 

El sol de la temporada reverbera. En el aire inclemente revolotean de mala gana las palomas. Por un ventanal del restaurante, se observan al otro lado de la calle las paredes recién enjalbegadas de un convento de religiosas en trance de extinción. Es difícil, de ordinario, sustraerse al estremecimiento que provoca la visión de los  altos cristales oscuros y enrejados de un monasterio en abandono. Mas, si es cierto que el angustiarse diferencia al ser humano de los otros animales, para quien llega a una edad amenazada por el cansancio de vivir, en cambio, carece de sentido pensar en la vida eterna, teniendo a la vista la alegría de los niños que juegan en la vereda, el revolotear de las palomas, el esmero con que la sombra impregna en la calzada la línea sinuosa del tejado.  
 
Don Gabriel pasea la vista por el interior del local atestado. No hay espacio libre, salvo un sitio reservado que aguarda a sus ocupantes con la mesa puesta. Como ocurre estos años en los restaurantes de la ciudad, sobre todo en aquellos de nombre extravagante -engañoso a veces como el título en el periódico-, puede asegurarse que también aquí una buena parte de la concurrencia es extranjera. Al contrario de lo que parece, no es que sus lenguas exijan una intensidad que resulta exagerada para el oyente nativo, sino que, por lo general, los que llegan de otros países atraídos por el encanto de la urbe pertenecen a la tercera edad, de tal modo que son las deficiencias auditivas las que les obligan a elevar la voz. De cualquier manera, en la mesa contigua nadie por lo visto escucha a nadie; pues todos los ocupantes hablan, a la vez, o ríen con estrépito a un mismo tiempo, golpeando la cabeza contra el respaldo de la silla. Uno de ellos, sin embargo, se inclina de pronto, pensativo, como si hubiera olvidado el motivo de la risa.
 
Mientras aguarda el  pedido, don Gabriel se coloca los anteojos para revisar la edición dominguera del periódico. Lo despliega con parsimonia en toda su amplitud, dejando al descubierto unas muñecas de venas herrumbradas. Al comienzo, se entretiene en los grandes títulos; pero le llama particularmente la atención una nota, en página interior, que informa sobre el centenario del nacimiento de Albert Camus, el próximo siete de noviembre. Acompañan a la información algunos datos:
 
la colonia francesa de Argel, la orfandad, la pobreza, la pasión por el deporte; la militancia política, la vocación literaria, el premio Nobel de Literatura, 1957 y, por supuesto, la muerte, a los 47 años de edad,  en el automóvil en que iba a París con su amigo Gallimard. Entre sus obras, la nota destaca “El extranjero” (1942) y de “La peste” (1947).
 
A don Gabriel le deja de preocupar la demora mortificante del pedido. En su imaginación reina ahora la figura inesperada de Camus, cuyas obras, precisamente las destacadas en la nota, ha leído, ha releído, y no sabe si algún día las dejará de leer. La última vez que reabrió “La peste”, le sorprendió esta irónica premonición puesta en boca de Cottard: “No habrá visto nunca morir a un canceroso de un accidente de automóvil” (aunque Camus no padeció de cáncer sino de tuberculosis).     
 
Otros personajes acuden a la mente, cada uno en un papel humano fundamental en la lucha contra la epidemia, sobre todo cuando la muerte, adueñada ya de Orán, siembra el miedo y luego la indiferencia. Recuerda al abnegado doctor Rieux y su implacable rebeldía contra la idea de un Dios que permite morir de modo indiscriminado a inocentes y a culpables. Recuerda al padre Paneloux, no menos abnegado, pero tan ciegamente sometido a la voluntad divina al punto de dejarse morir sin asistencia médica. Recuerda al severo juez Othon, quien habiendo cumplido el tiempo de cuarentena por la muerte de su tierno hijo, pide que en vez de retornar a los legajos de su oficio le permitan volver como ayudante voluntario al mismo campo de donde acababa de salir.
 
Otros sentimientos de terror universal nos amenazan –reflexiona don Gabriel Alero-. Y cree que Camus puede ayudarnos a enfrentar el miedo colectivo, sin molestarle a Dios. 
 
-A la pobre idea que tenemos de Dios al creer que estamos hechos a imagen y semejanza suya –piensa casi en voz alta. Inconscientemente, se ha puesto a limpiar con prolijidad los cubiertos, tal como lo hace, en otro restaurante, un personaje de Camus.  
 
 
 
 
 

 

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