Por Marco Tello
Don Gabriel apuró el té que había ordenado y salió del café con rumbo a su casa, en donde le aguardaban las lecturas que se había propuesto concluir. El libro “Cruce de Trenes” (Campaña Nacional Eugenio Espejo) había quedado abierto en la página 107, en la frase: “Sólo le faltaba colocarse el saco y el sombrero ariscado”. En la línea siguiente, le mortificó una palabra mal cortada al final de renglón: “dij-o”. Como pulsado por una cuerda interior, suspendió la lectura, se incorporó, tomó un lápiz y corrigió: “arriscado”, “dijo”. |
No bien hubo tomado asiento, oyó a alguien que averiguaba por él. Miró hacia el mostrador y sorprendió a la camarera alargando el mentón hacia su mesa.
-¿Es usted Gabriel Alero? –preguntó un individuo bigotudo, acercándose.
-Sí, señor –respondió con desgano, seguro de que era el agente de pompas fúnebres que anunciaba el servicio a los ancianos por teléfono. Pero no; era otro el personaje.
-¡Usted es corrector de pruebas! –se dirigió a él en tono de gran inquisidor.
-¡No! -cortó sorprendido, aunque aliviado. “Es preferible estar ante un enviado del santo oficio que ante un agente de la funeraria”, pensó.
Sin darle importancia al asunto, don Gabriel apuró el té que había ordenado y salió del café con rumbo a su casa, en donde le aguardaban las lecturas que se había propuesto concluir. El libro “Cruce de Trenes” (Campaña Nacional Eugenio Espejo) había quedado abierto en la página 107, en la frase: “Sólo le faltaba colocarse el saco y el sombrero ariscado”. En la línea siguiente, le mortificó una palabra mal cortada al final de renglón: “dij-o”. Como pulsado por una cuerda interior, el señor Alero suspendió la lectura, se incorporó, tomó un lápiz y corrigió: “arriscado”, “dijo”.
Para la tarde tenía reservada la lectura del relato “El cuchillo”, de Robert Arthur, con que finaliza el libro “Sin un ruido. Cuentos de suspenso” (Campaña Nacional Eugenio Espejo). Después de una breve siesta, se dejó cautivar por la intriga y se mantuvo sin alzar cabeza hasta el sollozo de miss Mapes. No había acabado de cerrar el cuento cuando le rondó la idea de que algo andaba mal; así que se dispuso a releerlo.
“¡Son los gerundios!”, exclamó, casi exaltado. No satisfecho con el descubrimiento, los contó, los recontó: 45 gerundios en pocas páginas era un exceso, peor aún si no se comportaban con la debida corrección; desde luego, no por culpa de mister Arthur, amigo de Alfred Hitchcock, sino del traductor. Además de los gerundios, Don Gabriel había subrayado, con extraña abnegación, los adverbios en “mente”, que sumaron 27, una cifra de bulto,
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sobre todo por lo innecesaria. Negligencias del traductor –se dijo-, pero también del editor y, desde luego, del corrector, una especie en extinción que sin duda les hace falta a los proyectos editoriales destinados al gran público.
Dominado por el arrebato de la corrección, don Gabriel dejó la calidad literaria para los expertos y, sin dar el brazo a torcer, se propuso desafiar al insomnio con el hermoso libro de cuentos “Moderato contable”, prescindiendo de los autores que ya conocía. Pero en el desafío llevó las de perder, pues los relatos reavivaban por sí solos tanto el interés como el prurito repentino de corrección textual. De modo que dieron las dos, las tres de la mañana, y él proseguía registrando erratas y subrayando lo que consideraba errores: “un verraco, erizadas las cerdas del cogote, envistió a los dos jóvenes”, “Bailamos juntos, su cara apoyada en mi pecho y mi mano acariciando su nuca”, “Se miraron a los ojos en silencio, como buscándose mutuamente el alma”. A veces, ponía a continuación de una frase, entre paréntesis, una observación apenas comprensible: “Allí visitó al anciano Néstor, caudillo de mucho juicio y reposada palabra y con quien hubo compartido glorias y miserias…”. (Orfandad aspectual del pretérito anterior).
Los gallos llevaban largo tiempo cantando y don Gabriel demoraba en acomodar las preposiciones que faltaban en las subordinaciones claramente sustantivas: “…cuando me di cuenta DE que ella era zurda…”, “Estoy convencido DE que él había bebido menos…”. Y así, en forma persistente, laboró hasta que el sol bañara las colinas a que daba la habitación.
Pero no podrá asegurar el señor Alero si aún estaba despierto cuando concluía el recuento de los 89 adjetivos posesivos de tercera persona que en otro buen relato entorpecían el curso de la ficción, pues en ese instante le pareció reconocer, ya entre sueños, al individuo bigotudo que volvía a dirigirse a él en tono de gran inquisidor: “¡Usted es corrector de pruebas!”. Solo que ahora él respondía con el sí rotundo que ha de darse a un enviado del santo oficio: el oficio de escribir.
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