Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret Ante la imposibilidad de desenmarañar las telas de araña que teje la existencia en las esquinas de nuestra alma, cada día nos vemos rodeados de más amigos que se van muriendo… Entonces, la nostalgia se hace dolor, mientras cada día nos vamos acercando a la estación del tren, donde nuestra vida desenrolla su alfombra roja hacia una perspectiva que se pierde en la noche de los tiempos
   
   

 

María Moliner en su diccionario del uso del español nos señala que la palabra “ Nostalgia “ es de creación moderna y está compuesta con las raíces del griego nostos, regreso, dolor. Implica claramente un estado de añoranza, una tristeza por estar ausente de la patria, del hogar, de los seres queridos, de los amigos.
Termina diciendo: es la pena por el recuerdo de un ser querido. Y en términos similares se expresa la Real Academia Española, “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos, tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida“.
 
A quienes hace ya un buen rato traspasamos el medio siglo para entrar a la “época dorada“ sin reinventar el tiempo, viendo con estupor cómo se sigue dinamitando edificios, estallando bombas, disparando a matar, globalizando el terrorismo y ensayando una nueva guerra mundial para que la arrogancia se desborde hasta la locura, nos toma la melancolía como una nostalgia del futuro. ¿Hasta dónde alcanzaremos a ver? Medio mundo piensa que será tan lúgubre como negro ver el presente al no estar construyendo un futuro digno para la humanidad.
 
Ocurre entonces que la nostalgia se convierte en una forma adictiva de vivir, un refugio o exilio interior que llena los vacíos de la existencia hasta convertirse en un ejercicio de la memoria en busca del tiempo perdido. Es también una muda añoranza de “algo“ extraviado, que no queremos nombrar, que extrañamente pareciera haberse vivido alguna vez. Y es que por eso se la ansía como el ciego los colores, como el mudo las palabras.
 
La nostalgia es también un deseo atávico de un regresar, de un paraíso perdido, es el cordón umbilical con lo primitivo, con el regazo originario de la existencia. Es en suma un espejo hecho de ausencias o la simple felicidad de estar tristes.
 
 
 
 
 
 
 
 
Cada día nos vemos rodeados de más amigos que se van muriendo, entonces, la nostalgia se hace dolor, mientras cada día nos vamos acercando a la estación del tren, donde nuestra vida desenrolla su alfombra roja hacia una perspectiva que se pierde en la noche de los tiempos.
 
Otra forma de vivir la nostalgia es no desprenderse nunca del pasado, a la manera de ese decir tan fácil, a flor de labios en cada conversación (fuimos tan felices… qué bien lo pasábamos, te acuerdas de… ) o simplemente proclamar que todo tiempo pasado fue mejor. Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación nostálgica, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises. En todo caso, cuando todo “era mejor antes“ la nostalgia se convierte en una obsesión del regreso a la plenitud de la vida.
 
La nostalgia global, la que vivimos y sentimos con intensidad todos los días, es aquella que tiene que ver con el regreso a casa, a la patria del corazón que es la familia. Es la nostalgia de los miles de migrantes repartidos por todos los continentes. Para ellos vivir puede asemejarse a un largo viaje, lleno de aventuras, de infortunios, de tristezas, azares y desesperanzas en donde solo persiste la nostalgia de volver al hogar como símbolo de encuentro con la propia paz interior, como el mito del eterno retorno de los griegos: “Nada hay tan dulce como la patria y los padres propios, aunque uno tenga en tierra extraña y lejana la mansión más opulenta“ (Homero). 
 
Mucha gente, cuando llega la hora del retiro del mundanal ruido prefiere regresar a sus lugares de origen y reencontrarse con esas viejas emociones, cerrando así el círculo de la existencia. También nuestras almas encuentran reposo en la serenidad, como nostalgia de aquel lugar eterno al que regresaremos hecho polvo algún día. Mientras tanto, la hiriente nostalgia continuará siendo nuestro lazarillo hasta llevarnos a la nostalgia de Dios.

 

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