Por las calles empedradas y fangosas circulaba entre admiraciones uno que otro automóvil y eran sus pilotos Leoncio Andrade Chiriboga, su hermano Alfonso, Honorato Vázquez Espinoza y algunos criados de casa grande de Federico Malo

En 1920, Cuenca-la antigua Tomebamba- estudiada por el sabio alemán, Dr. Max Uhle, no tenía más allá de cuarenta mil habitantes. Los límites exteriores urbanos casi venían a ser idénticos a los de Cuenca en el siglo XVI. Unas pocas carreteras la unían con uno que otro pueblo de la periferia. En 1924 se instalaba la primera planta de agua potable, que pocos años más tarde cobraba impulso por obra del Dr. Andrés F. Córdova. La gente –por cierto- conocíanse de memoria entre sí y no se dejaban ver las costuras de uno a otro vecino. Chismorrera era un oficio inevitable entre gente madrugadora y de manta y rosario. El chismorreo andaba a flor de suelo, de boca en boca. Un periódico de cuatro páginas, tabloide, “El Progreso” que venía editándose desde 1915, era el único que se leía por las mañanas. Director y propietario era el Dr. Juventino Vélez Ontaneda, abogado lojano, conservador intransigente, alto, fornido defensor hasta la muerte de los principios católicos y enemigo de la escuela laica.
 
Cuando la ciudad recoleta celebra el primer siglo de vida independiente, un día miércoles tres de noviembre un aviador italiano, héroe de la Primera Guerra Mundial, voló de Guayaquil a Cuenca en un biplano de fabricación e invención primitivas y aunque no avanzó a culminar ese día el viaje aéreo ya previsto, lo hizo al día siguiente, jueves, cuando se posó de una manera triunfal en un pequeño “campo de aviación”. Por poco aquello no enloquece a la gente con locura de júbilo: los poetas agotaron los sones de la lira para exaltar la hazaña de Elia Liut –el hombre joven de la hazaña- gozó entre agasajos y vítores en los salones de Cuenca de todos los aplausos y halagos posibles. En esa ocasión y en altas voces de oratoria fue aquello que dijo el poeta coronado de 1917 que a los cuencanos solo nos quedaban los caminos del cielo….
 
Por las calles empedredas y fangosas, circulaba entre admiraciones uno que otro automóvil y eran sus 
pilotos Don Leoncio Andrade Chiriboga, su hermano Alfonso, Honorato Vázquez Espinoza y algunos de aquellos criados de casa grande de Don Federico Malo, entre otros.
 
Se construían mansiones, cómodas edificios públicos y algún plantel de estudios secundarios dentro del mejor y más puro estilo francés. El hotel “Patria” lo diseñaba su dueño, Don José María Montesinos Chica. El Arq. Donoso Barba fue el autor del edificio del Colegio “Benigno Malo”. Otros edificios parecidos se construían con piedra mármol: el Banco del Azuay, la Universidad de Cuenca, las casas de los ricos exportadores de sombrero de paja toquilla. Había, claro está, hombres precursores de dar a Cuenca los aires nuevos de la Modernidad: Don Abelardo Andrade, Gobernador, Don Federico Malo, banquero, Roberto Crespo Toral, industrial de grandes iniciativas, la familia Ordóñez Mata. En el plano de las querencias populares, Don Carlos Ortiz –el Gordo célebre y bonachón- era como el alma de los barrios y el más querido “cantinero” de Cuenca.
 
El ambiente citadino cultural no era menos notable. Claro que estaba, todavía viva y casi fresca, la poesía comarcana de los Sábados de Mayo y como recién nacida la Fiesta de la Lira, pero literatos viejos y jóvenes mantenían centros de cultura, academias, liceos y tertulias que concitaban el interés de la gente. La pequeña ciudad mantenía todavía un ambiente de recatamiento religioso, predominaba aún lo pacato. Prominentes eran ciertas figuras religiosas del clero. El homo politicus sujeto estaba a los dictados conservadores y tradicionales.
 
En 1920, año del Centenario, principió de veras una nueva era en los avatares de la ciudad que se abrió, con el propio esfuerzo la ruta del progreso. Casi por lo demás se vivía en silencio, sin aturdimientos ni mayores inquietudes. La auroración parecía alargarse por toda la extensión de la década de los Veinte.

 

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