Bajo la pátina que encubre el resplandor de las reliquias del pasado, episodios de la sencilla vida cotidiana vuelven a cobrar color y sentido si desempañamos los ojos en el presente 

Las conmemoraciones históricas dan oportunidad para evocar temas pasados de la cultura, la historia y la vida de los pueblos, temas ignorados o menospreciados en el presente, cuando las urgencias cotidianas y los sistemas de comunicación parecerían aislar en vez de relacionar a las personas. Bien vale, en el mes conmemorativo de la fundación de Cuenca, insertar estos párrafos publicados con el título Anécdotas Jocosas, por Tomás Rendón (1824-1916), poeta, escritor, gramático, políglota y maestro de juventudes, sobresaliente hombre de cultura de Cuenca entre la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX. Estos testimonios permiten cotejar la rutina y el pensamiento de ayer y hoy, cuando entones en la aún incipiente Cuenca –ni en el mundo-  se sospechaba de la comunicación global, los teléfonos celulares, las tabletas, internet y redes sociales, de los que merece hacer un descanso para saborear el humor de la vida y el mundo que nos antecedieron. *
 
En un lugarcillo, perteneciente al pueblo de Chordeleg, se habían embriagado en el carnaval del año 1864 unos cuantos campesinos, y por haberse dado de puñaladas, estalló un grito de escándalo en todo el vecindario. Incontinenti la justicia capturó a los delincuentes, y los mandó a la Judicatura de letras con el correspondiente sumario en que decían los peritos que, según su leal saber y entender, las víctimas de cuchillatajante debían durar pocos días, porque eran incurables las heridas.
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   Cuando me recibí de abogado, vino a mi estudio, por primera vez, un expediente del pueblo de Biblián sobre petición de herencia. Para mejor proveer, devolví las actas ordenando que se evacue una citación que había quedado pendiente. Pasados algunos días, tuve el mismo expediente en mi despacho, con la siguiente diligencia: Yo el infrascrito juez, de conformidad con lo dispuesto por el señor asesor de la causa, me constituí en la casa del demandado, y no siendo habida su persona, cité con el decreto a su señora esposa, quien hizo de estrados del juzgado.
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   En los tiempos que he servido de Profesor de gramática latina en el colego Nacional, he tratado frecuentemente con algunos personajes de aldea, los cuales, deseando saber cómo anda la instrucción de sus hijos, me han hecho varias veces preguntas bien estrafalarias. Con un interés muy raro me preguntaba, ahora tiempos, un bonus vir de campus sobre si su hijo tenía aptitudes para obstruirse. Sí, amigo mío, le dije: sí las tiene, y no dude usted que el chico saldrá de mi aula perfectamente obstruido.
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Estudiantes en la plazoleta de Santo Domingo, al pie del primer edificio de la Universidad de Cuenca, hace 124 años.
   Estando una señora beata en vísperas de ausentarse de Cuenca, había ido a dar a una amiga suya un abrazo de despedida, y se lo dio en efecto, con meliflua ternura, profiriendo estas palabras: Adiós, querida mía, adiós. Yo no sé cuándo nos veremos, y ojalá que este abrazo no sea hasta el valle de José Juan.
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   He oído a una persona fidedigna que una señora, hacendada en Riobamba, se valió de algunos vecinos de confianza para que le busquen un mayordomo honrado y trabajador. Hechas las diligencias, se presentó un día ante la susodicha señora un chagra de talla hercúlea y entró con ella en el diálogo siguiente:
-Me dicen, señora, que U. necesita de un mayordomo.
-Sí, amigo ¿viene U. con el proyecto de servirme?
-Sí, Señora.
-Muy bien; pero antes de nada, dígame: ¿qué hará U. en mis haciendas?
-Yo en sus haciendas, señora, no será la azuela ni el cepillo; yo seré la sierra, y desde ahora le anuncio lo que he de ser.
- ¿Cómo es eso, amigo? Explíquese U., porque no le entiendo.
- La azuela dice, señora, para mí, para mí, para mí, el cepillo para vos, para vos, para vos. No señora: yo seré como la sierra, que dice: para mí también y para vos también.
Difícil es creer que la señora hacendada se hubiese conformado con tal sirviente.
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   Hubo una época en Cuenca en que circulaban por todas partes las cartas de Eloisa y Abelardo, las Odas de Horacio Flaco en prosa castellana y Las noches del poeta inglés Dor. Young, vertidas al español por don Juan de Escoiquiz. Abundaban en esa misma época ciertos literatos de mala laya, y he oído contar que algunos de ellos decían que estaban con fluxiones a los ojos o a las muelas, porque habían leído, con exceso las cartas de Eloisa y Abelardo, las odas de Horacio Franco, y las Noches poéticas del doctor Yunga.
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La Plaza de San Francisco, con excepción de las barracas con toldos, poco ha variado en su fisonomía en más de un siglo.
   Habiéndome encargado una ocasión de la defensa de unos pobres campesinos, toqué en uno de los pueblos de la antigua villa de Azogues. El juez que conocía de la demanda era muy afectado, muy cultiparlista, y elocuente como nadie; pero elocuente disparatado y risible. Teniendo yo que regresar al mismo día a Cuenca, y temiendo que se hiciesen las preguntas a los testigos contrarios, sin las precauciones debidas, me acogí al partido de las súplicas para que no se atropellen las disposiciones legales, durante mi ausencia. El elocuente juez, que probablemente oiría a alguno hablar de la balanza de Astrea, me escuchó con bastante seriedad, y me contestó en estos términos: Excusadas son sus súplicas, Sor. Doctor: yo conozco muy bien lo que ordena el procedimiento civil y procuraré no inclinar a favor de ninguna de las partes la balanza de Darquea.
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   Ahora cosa de dos meses pasé por una de las calles de San Sebastián, a tiempo en que dos pelanduscas se injuriaban a gritos, tratándose de perdidas, borrachas, ladronas, etc. Furiosa como un demonio decía una de ellas: Sí, cierto, perdida soy; pero tú me ganas en eso, porque eres descarada y borracha desde los tiempos del Rey Bolívar.
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   He oído referir a algunos viejos formales que en una parroquia muy inmediata a Cuenca había un cura que no quiero nombrar, y cuyas pláticas eran demasiado originales. Predicando un día sobre las excelencias del Santísimo Rosario, apostrofó a su auditorio con vehemencia, y dijo a voz en cuello: No dejéis nunca, amados oyentes míos, esta importante devoción. Rezad el Rosario y tendréis buenas cosechas; rezad el Rosario, y la Reina de los ángeles os dará fuerzas para sobrellevar vuestros trabajos. Sí, hermanos míos: creéis vosotros que la Virgen de Dolores hubiera podido soportar tantas amarguras al pie de la cruz, si no hubiera sido devota de nuestra señor del Rosario?
 

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