Por Eugenio Lloret Orellana
Estamos frente a un Estado gigante e intervencionista que tiene el rol de ser el único administrador de los recursos naturales, dueño y proveedor exclusivo de servicios públicos, de regulador de precios, de márgenes de utilidades y beneficios de las empresas | |
Hay gente que habla del Estado como un bien o un mal en sí, como si fuera un ente divino o una encarnación diabólica; pero decir que se es partidario o enemigo del Estado no es decir nada, es hablar por hablar.
Nociones como “ Estado fuerte o Estado débil “ son, asimismo, formulismos hueros. Un Estado no es bueno o malo por su fuerza o debilidad, sino por lo que representa ética, social y políticamente. El Estado es de todos y de nadie en particular. Ha de ser como un padre: a veces severo, otras tolerante, pero siempre bueno.
El Artículo 1 de la Constitución de la República dice: “ El Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en forma de república y se gobierna de manera descentralizada.
La soberanía radica en el pueblo, cuya voluntad es el fundamento de la autoridad, y se ejerce a través de los órganos del poder público y de las formas de participación directa previstas en la Constitución. Los recursos naturales no renovables del territorio del Estado pertenecen a su patrimonio inalienable, irrenunciable e imprescriptible “.
El Capítulo quinto en sus artículos 313 al 318 de la Constitución que se refiere a los Sectores estratégicos, servicios y empresas públicas confiere al Estado el control, la regulación, la administración y gestión de los sectores estratégicos, a través de empresas estatales o mixtas. Estamos frente a un Estado gigante e intervencionista que tiene el rol de ser el único administrador de los recursos naturales, dueño y proveedor exclusivo de servicios públicos, de regulador de precios, de márgenes de utilidades y beneficios de las empresas.
El Estado se ha extendido en exceso, se ha convertido en invasor de todas las actividades, no para hacer que funcione mejor sino para aumentar su
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poder totalitario en desmedro, muchas veces, de la eficiencia y la transparencia en tanto crece la maraña burocrática a límites insospechados.
Cuando la gente empieza a criticar al Estado es porque éste no ha sabido cumplir la misión intrínsica que le corresponde y por eso no hay que olvidar que esos super- Estados terminarán, más tarde o más temprano, en la anarquía o el cisma, porque no representan la plenitud y el equilibrio, sino la exageración y la demasía.
Sin compartir para nada con la teoría liberal y su versión idílica del Estado que tiene como obligación la defensa de la propiedad burguesa ni de asumir una actitud anarquista que pregona la supresión total del Estado porque creen que éste asfixia el desarrollo espontáneo de las fuerzas sociales y conduce inevitablemente al surgimiento de una clase estatal, ni tampoco caer en una tendencia totalitaria en donde todo Estado, aún el de mejor intención, tiende a acrecentar su poder a expensas de la autonomía y libertad del hombre, resulta siempre mejor y oportuno insistir que el hombre moderno dirige sus ojos al Estado, en demanda de ayuda para sus problemas. La gente intuye, de alguna manera, que la única institución capaz de poner cierto orden al caos y vértigo permanentes parece ser el Estado. Y, en efecto, así es. Ningún país puede prescindir hoy de un Estado eficaz, dotado de amplios recursos y atribuciones.
Engels quería mandar al Estado al museo de antigüedades: vana ilusión. El Estado existe y seguirá existiendo. De lo que se trata no es de negarlo, sino de perfeccionarlo y humanizarlo hasta convertirlo en una fuente de justicia, de libertad y de convivencia racional.
Qué sencillo y provechoso sería que el Estado ecuatoriano mantenga al frente de las empresas públicas un grupo de técnicos de altísimo nivel, muy bien remunerados y de honorabilidad intachable, para que estos puedan entregar el máximo de beneficios al país y sus habitantes.
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