Por Marco Tello

Marco Tello
El escritor no pudo reprimir la indignación: empeñó la vida, la fama literaria y la fortuna para proclamar la verdad y condenar la intromisión del poder en la justicia
 
 

Escoltado por cuatro gendarmes, camina imperturbable el joven capitán, la frente en alto, el paso marcial. Leída la sentencia de degradación en los patios de la escuela militar, se le acerca un oficial de yelmo emplumado; le arranca las insignias, le arrebata el sable y lo quiebra sobre las rodillas. Afuera, la muchedumbre estalla en maldiciones contra el traidor. Condenado a cadena perpetua, el capitán será encerrado en la Isla del Diablo, en ultramar, la prisión francesa más lóbrega y segura del mundo.
 
Los gritos llegan a la casa del escritor Alphonse Daudet, adonde está invitado a comer el novelista Émile Zola, recién venido de Roma. Los dos amigos tienen la misma edad (han nacido ambos en 1840). Informado sobre el origen de la vocinglería, el invitado se indigna. Es inhumano –exclama- que la multitud ataque de ese modo a un solo hombre, por culpable que sea. Desde luego, nada sabía sobre el proceso que culminaba con la aplicación de la sentencia dictada por el Consejo de Guerra.
 
Ocurría esto el 5 de enero de 1895. Mientras estuvo ausente el padre del naturalismo literario, había circulado en París el rumor de que el proceso contra el capitán Alfred Dreyfus, de 35 años de edad, representaba una comedia montada para ocultar el estado deplorable en que se debatía la nación a finales del siglo XIX. Los periódicos avivaron el nacionalismo galo y enardecieron el fervor patrio ante el peligro de una agresión externa urdida por el judaísmo internacional. El patriotismo se transformó en odio antisemita. Así las cosas, apareció una carta anónima dirigida al embajador alemán con la oferta de informaciones secretas sobre el armamento francés.
 
¿Quién sería el oferente? Desde un comienzo se pensó en algún judío infiltrado en las fuerzas armadas francesas. ¿De dónde provendría? Se pensó que de Alsacia, una región fronteriza litigada por Francia y Alemania. Solo faltaba identificar al traidor. Se iniciaron las investigaciones, hubo testimonios, confesiones; el escrito fue sometido al dictamen de tres peritos calígrafos. Dreyfus no tenía escapatoria. Oficialmente, era suya la letra; además, era un capitán francés, alsaciano, un judío miserable. ¿Se requería otra imputación para que fuera 
 
 
 
 
 
 
escarnecido por la muchedumbre y vituperado por una prensa fiel a los designios oficiales? La trama novelesca de esta conspiración ha sido llevada realmente a la ficción en “El cementerio de Praga” (2010), de Umberto Eco.
 
Tres años vivió Zola asaltado por la duda en torno a la responsabilidad del inculpado, hasta que las pruebas hablaron por sí solas. La letra pertenecía al comandante de infantería Ferdinand Esterhazy. El informe de los calígrafos había sido fraudulento. Lo demás, por decir lo menos, era un error del sistema judicial. Sin embargo, a pesar de las evidencias, el Consejo de Guerra absolvió a Esterhazy y dejó que el capitán Dreyfus continuara cargado de hierros en la Isla del Diablo.
 
Zola no pudo reprimir la indignación. Empeñó la vida, la fama literaria y la fortuna para proclamar la verdad y condenar la intromisión del poder en la justicia. El 13 de enero de 1898 publicó la carta al Presidente de la República, Félix Faure, intitulada Yo acuso. Se cuenta que ese día circularon trescientos mil ejemplares de L´Aurore. La contienda entre dreyfusianos y antidreyfusianos se convirtió en debate ideológico: la izquierda defendía al inocente en nombre de la justicia; la derecha, a los culpables, en nombre del honor nacional. “¿Acaba la justicia donde comienza el interés de un partido?”, seguía preguntando Zola en 1900, en otra carta dirigida a otro Presidente.
 
De hecho, Zola fue procesado bajo la presión implacable de la prensa oficialista. En el Consejo de Guerra pidieron que fuera borrado de la Legión de Honor el nombre de quien tanto honor había dado a Francia con su obra literaria. El trío de calígrafos cobró sus monedas acusándolo de difamación. Pero nada desalentó el compromiso del intelectual con la verdad hasta la hora de la muerte, el 29 de septiembre de 1902. Dreyfus fue rehabilitado cuatro años después. Devuelto a las filas del ejército, defendió a su patria con honor en la primera guerra mundial y murió casi ignorado en 1935.
 
¿Valió la pena el combate liderado por Zola? Aunque ya ha respondido el veredicto inapelable de la historia, es vivificante volver sobre las páginas de Yo Acuso, un texto que se halla al alcance de todos en una nueva edición, patrocinada con acierto por el Consejo de la Judicatura, con un prólogo motivador de Fernando Tinajero.
 

 

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