Por Eugenio Lloret Orellana
Poder Ejecutivo, prefecturas, municipios, juntas parroquiales no son instituciones al servicio de una persona o causa revolucionaria por más importantes que sean, son instituciones al servicio de todo el país, porque de su fortaleza democrática depende el auténtico desarrollo de los pueblos | |
Desde la fundación de la República hasta el presente el mal crónico del país que ha impedido su normal desarrollo en lo económico, social y político, es el caudillismo. Las instituciones son necesarias porque los hombres, a diferencia de Dios, no son eternos ni infalibles. El caudillismo minimiza las instituciones porque se considera eterno e infalible. Por esta razón afirma su verdad y su causa revolucionaria como la única verdad en la sociedad y el Estado y persigue con una desesperada ansiedad incontenible la perpetuación en el poder.
Al final de esta historia de presidentes- caudillos, con muy pocas excepciones, el resultado como sociedad es el mismo, en un círculo vicioso recurrente: la idolatría a la persona, la identificación absoluta de nuestra identidad y valores como individuos y sociedad con la identidad y valores de falsos mesías, la confusión de la causa de todos y para todos con los caprichos, ideologías y visiones del caudillo. En este escenario las instituciones no tienen un valor intrínseco, son instrumentos prescindibles y manipulables al servicio del interés y del afán desmedido de poder del gobernante de turno. Todo vale y es legítimo cuando se trata de conseguir el único fin que realmente importa : tenerlo de por vida sentado en la silla presidencial.
En este escenario, los corifeos del caudillo como no pueden tener vida política propia e independiente de su líder y menos entrar en competencia con él – sería el mayor sacrilegio – y como todo lo que son y lo que valen en política se lo deben a su persona, pretenden introducir en la Constitución la reelección indefinida, abriendo una puerta directa al poder hegemónico, absoluto y total. No se dan cuenta al hacerlo que están contribuyendo a mantener el cáncer que ha lacerado la única posibilidad de desarrollo y crecimiento sostenido en el país, al impedir el establecimiento de una verdadera y estable institucionalidad, misma que se expresa en instituciones que están más allá de un proyecto personal o sectorial de poder y que cumplen sus fines para toda la República, independientemente y a pesar de las personas que se encuentran circunstancialmente en el poder.
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Poder Ejecutivo, prefecturas, municipios, juntas parroquiales no son instituciones al servicio de una persona o causa revolucionaria por más importantes que sean, son instituciones al servicio de todo el país, porque de su fortaleza democrática depende el auténtico desarrollo de los pueblos.
La mejor receta para esto consiste en que un ciudadano como máximo pueda ser Presidente de la República dos veces, continuas o discontinuas, después de ello abandono obligatorio de la política y dedicarse a sus actividades privadas.
El pueblo ecuatoriano aprobó mayoritariamente nuestra Constitución el 28 de septiembre de 2008 en un esfuerzo colectivo en el que participaron cientos, miles de voluntades para plasmar un sueño colectivo hacia el buen vivir; sin embargo, la Carta Magna hoy se ha convertido en un obstáculo para las políticas públicas que elabora el Gobierno. El propio presidente lo ha calificado de hipergarantista, se han reformado algunos de sus artículos y se ha reiterado la voluntad presidencial de seguir haciendo enmiendas o reformas a la Constitución como la de sustituir la frase: “ podrá ser reelecto por una sola vez “, por “ podrá ser reelecto indefinidamente “, cuestión que afectaría al sistema democrático, una de cuyas principales cualidades es la alternabilidad en las Funciones del Estado, más allá de que resulta políticamente incorrecto.
Contrariamente, voces afines al Gobierno sostienen que la Constitución que nos rige no es perfecta, pero tampoco es lo que quieren sectores y actores neo-conservadores en su empeño por recuperar los privilegios para grupos empresariales, corporaciones mercantiles y supuestos anhelos sociales que únicamente ocultan la disputa política de este siglo: arrebatar el espíritu de Montecristi.
El dilema social: institucionalidad o caudillismo. A eso se reduce el debate y la reflexión sobre posibles enmiendas constitucionales.
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