Por Marco Tello
En Bestiario, vuelve a seducirnos la expresión franca, rebelde, la frase desnuda a la que ya nos había acercado a los ecuatorianos la demente lucidez del escritor Pablo Palacio, con ese modo de aprovechar lo circunstancial y lo propio en el espacio, en el tiempo y, fundamentalmente, en el lenguaje
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Arte o necesidad, la manifestación estética halla satisfacción en el dominio de la forma. Lo mismo ocurre en la escritura, según enseñaron los grandes maestros de las letras hispanoamericanas en el siglo XX; entre ellos, Borges, Paz, Sábato, Cortázar; escritores, los tres últimos, recién evocados con singular afecto, dentro y fuera del orbe hispano, en las conmemoraciones centenarias.
Cortázar se inició en una época en la cual el tema y su trama argumental habían exagerado lo memorable y lo simbólico: la revolución fallida (México), la sublevación triunfante (Cuba), la tragedia del pueblo indígena despojado de su tierra (Ecuador, Perú), con personajes -al decir de Adoum- que no despertaban solidaridad sino compasión o repugnancia. Cortázar intuyó que la subversión debía provenir de una llama interior independiente de la militancia ideológica; por tanto, el escritor tenía que ejercitarla primero en el lenguaje, pero sin desarraigarse del contexto.
Las convicciones políticas no podían soslayar la evidencia de que el discurso literario fue en cierto modo cómplice de cuanto se había propuesto denunciar, pues aspiraba a obrar sobre una realidad no vivida, sino soñada o vista desde la soledad del escritorio. Como en las demás artes, el instrumento –en este caso, la palabra- necesitaba afinarse para captar lo perdurable en lo fugaz, lo cambiante en lo estático, lo gozoso aun en el hastío, puesto que cuanto gira alrededor del ser irradia humanidad e instaura una nueva realidad legítimamente narrable, descriptible, poetizable.
Leímos la segunda obra de Cortázar, Bestiario, hace casi medio siglo; al releerla, vuelve a seducirnos la expresión franca, rebelde, la frase desnuda a la que ya nos había acercado a los ecuatorianos la demente lucidez del escritor Pablo Palacio, con ese modo de aprovechar lo circunstancial y lo propio en el espacio, en el tiempo y, fundamentalmente, en el lenguaje. A través de lo visible, el nuevo arte literario nos dejaba mirar el perfil de lo invisible.
En uno de aquellos relatos de Cortázar, Casa tomada, la lana se encrespaba resistiéndose a perder la forma que la prenda tenía antes de ser destejida por Irene, mientras la vetusta casa se derruía entre
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el crujir de las maderas. Pero lo que de veras el lenguaje ovillaba no era el tejido, ni era el edificio lo que derrumbaba, sino la visión romántica de un mundo que se venía abajo. Los jóvenes lectores de la época, hartos de las desventuras puramente literarias, tenían en Carta a una señorita en París la posibilidad de enriquecer el idioma y de alegrar los oscuros interiores poblándolos de conejitos blancos.
No era verdad que las casas antiguas estuvieran tomadas por espectros. Había escaleras, ventanas, mesas, libros, lámparas, balcones, puertas, alfombras, objetos que se relacionaban entre sí, se reanimaban de la mañana a la tarde y reposaban por la noche. Impasible ante la suerte de quienes la habitaran, la morada urbana daba la impresión de que anduviera con el ajuar a cuestas sin resignarse a su destino. En Las puertas del cielo, la ceremonia fúnebre se transformaba en un canto a la vida, como si en lo popular y lo culto convergieran las líneas del amor y el deseo.
El tedio se convertía en viaje entretenido en el relato Ómnibus conforme se avanzaba desde San Martín y Nogoyá hasta Plaza de Mayo, pasando por el cementerio de Chacarita. El lenguaje organizaba su propia secuencia porque el narrador había cedido el puesto a Clara, el personaje. De tanto ser mirada –quizás como la luna- la realidad cobraba la apariencia de ficción. ¿Quiénes iban en el bus? Cada pasajero estaba presentado ante el lector por el ramo de flores que llevaba para engalanar la tumba: la señora de mirar vacuno armonizaba con su ramo de claveles; un viejo, cara de pájaro, con su ramillete de margaritas malolientes; por aquí y por allá se percibía la frescura adocenada y lúgubre de las grandes rosas rojas y los gladiolos lívidos; en la tercera ventanilla, un señor apretaba los claveles de piel rugosa, negra; por fin, dos muchachitas sostenían con absurda presunción el ramo de los pobres: dalias y crisantemos. Clara y su inesperado acompañante hallaban, al final del viaje, el anuncio del porvenir: dos ramos de pensamientos destinados a celebrar la certeza existencial. Es probable que el lector haya vuelto a encontrarse con ellos, muchos años después, en la obra cumbre de Cortázar, Rayuela.
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