Por Eugenio Lloret Orellana
“… Es que no hay nada menos espectacular que una epidemia, pues, debido a su duración, las grandes desgracias se vuelven monótonas. En el recuerdo de quienes los vivieron, los terribles días de la peste no son como enormes llamas interminables y crueles, sino más bien como un interminable pisoteo que, a su paso, lo aplasta todo” | |
El texto encerrado entre comillas proviene de la novela La Peste de Albert Camus publicada en 1947, se desarrolla en la costa argelina, en Orán, una ciudad sin sospechas, es decir, una ciudad moderna en donde la repentina aparición del bacilo de la peste que no muere ni desaparece jamás se convierte en una inacabable derrota magistralmente narrada a manera de un sermón alegórico, cuyo predicador es Camus en busca de Rieux y otros personajes de la novela, hasta convertir a la peste en un ser humano, dictador terrible.
En resumen, la epidemia se extiende y los muertos se cuentan cada día por docenas. Se cierran los puertos de la ciudad, se margina a los contagiosos, se entierra furtivamente por la noche. La ciudad apestada no es más que dolor y angustia. Las sirenas de las ambulancias han sustituido en las calles a la risa clara de las muchachas; se han instalado hospitales auxiliares en las escuelas; el estadio se convierte en un campo de cuarentena. En las axilas y en las ingles del enfermo salen y crecen las pústulas, la fiebre retuerce en sus lechos a los cuerpos sudorosos y dolientes; luego, de pronto, después de una leve mejoría por la mañana, hombres, mujeres o niños son asidos bruscamente por la muerte en una postrera convulsión. Las familias esconden a sus enfermos, la falta de féretros obliga a echar a los cadáveres en la fosa común, bajo una capa de cal, y el tranvía, cargado hasta los topes, hace de coche fúnebre. La ciudad de Orán, con su puerto desierto, no es más que una isla de sufrimiento despidiendo el acre olor de la pus y de los pudrideros.
La Peste, acaba con una advertencia: el bacilo de la peste puede permanecer durante muchos años adormecido “en los muebles y en la ropa” y puede algún día, “despertar a sus ratas y hacerlas morir en una ciudad feliz “.
El virus de la inmunodeficiencia humana (SIDA) fue llamado “Mal del Siglo XX”. Desde que se descubrió el primer caso, hace 33 años, el mal se ha cobrado 26 millones de personas, cifra tan exorbitante como aterradora que sobrepasa en miles los muertos arrojados por todos los conflictos bélicos del planeta juntos en tanto las personas que viven con el VIH en el mundo registra cifras escalofriantes en donde más del 80 por ciento de los afectados son jóvenes entre 15 y 24 años.
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Desde entonces han aparecido nuevos virus como agentes causantes de enfermedad con afectación global: la gripe aviar, la gripe pandémica y las últimas que son noticia de pánico, el ébola y el chinkungunya que afecta a niños y adultos, ricos y pobres, negros y blancos, en el Norte como en el Sur. Al igual que la contaminación ambiental, no conoce fronteras. Al actuar como revelador, hace más patentes los efectos nocivos de la ignorancia y de la miseria y las desigualdades flagrantes de nuestro mundo frente a la salud, la información y la educación. La gran paradoja es que hoy hay mejores tratamientos y más avances médicos, pero también menos campañas públicas de prevención.
El flagelo del ébola ha adquirido una dimensión cuya complejidad aún no se entiende del todo, pero teniendo en cuenta las características de esta pandemia, la gravedad de los problemas que plantea y la necesidad de coordinar mejor las acciones realizadas a escala internacional demandan una estrategia interdisciplinaria concertada que no puede limitarse únicamente a la acción del sistema de las Naciones Unidas. Tiene que contar con el apoyo de los Estados y los dirigentes políticos, pues de lo que se trata es de racionalizar los esfuerzos y los medios que es necesario emplear.
Dentro de cada país, los responsables de la salud, pero también de la economía, las finanzas y la educación han de desempeñar un papel decisivo en la lucha contra el flagelo: deben favorecer una acción preventiva concreta e integrar ese combate, en todos sus aspectos. Contamos con presupuestos que permiten pagar el precio de la guerra, pero contrariamente, no hemos previsto el precio de la lucha contra todas las pestes juntas, la contaminación o la ignorancia, es decir, el precio de la paz. Entonces es urgente acelerar la transmisión de la vieja cultura de la guerra a una nueva y cada vez más clamorosa cultura de la paz.
Frente a un enemigo común, sólo la solidaridad y la ofensiva social, cultural, política y ética en alianza con la ciencia y la medicina, la prevención y la educación harán posible triunfar en la lucha contra todas las pestes.
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