Por Marco Tello
Ahora esos recuerdos devuelven al mural el reflejo de la hoguera, y tú ahuyentas temeroso las sombras que ondulan, como la espuma dorada de la miel, sobre el confuso vocerío
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Una mezcla de sal y vinagre humedece el paladar. El sabor glutinoso te provoca un breve desacato convulsivo, acrecentado por el rumor de voces en la habitación: “Tal vez descifraron mi nombre en la corteza de un árbol” –sueñas.
Preside la visita el pintor, inconfundible por el bigote de puntas emplumadas. Sin tiempo para hacerte cargo de la situación, te empuja hacia el fondo y te detiene al pie del mural que pintó en los años treinta sobre el tema del purgatorio, donde arden algunos contemporáneos del artista. Humedeciendo el pincel en la paleta, se propone retratarte y, por más que procuras disuadirle con un ya imposible movimiento de cabeza, él prosigue, obstinado. Cerca de la firma del autor, flota la mujer de quien en tu niñez aseveraban que salía de noche de la tumba y vagaba desnuda por el vecindario en busca de sus prendas. Allí te ves de pronto en la capa de estuco, retratado junto a ella. Al fulgor de la soflama, distingues desde arriba a quienes entran y salen. Sin duda, nunca oyeron la excusa del abuelo por no concurrir al velorio de los amigos:
–Ellos tampoco asistirán al mío.
¿Ves a la muchacha que manipula una polvera extraída con dificultad del bolso abierto sobre las rodillas? No bien ha hecho saltar el seguro de la tapa, adelanta el mentón, adelgaza los labios y te sonríe en el círculo acerado del espejo; pero no acaba de sonreír porque se interpone un personaje que dobla el gabán y se hunde en la butaca. Es el fotógrafo, cuya hija sigue buscándote en el círculo del espejo. Deliberadamente, él demora en presionar el botón del disparador:
-Mírame bien, Manuel Gobino.
Y tú miras impotente cómo tratas de interrumpirle mediante otro fracasado movimiento de cabeza, mientras ella vuelve aprisa al lugar que antes ocupaba en el mural, con un giro de gacela sobre los botines aún lustrosos y las suelas casi intocadas.
De espaldas, un sujeto acapara delante del fotógrafo la rojiza claridad que se entretiene en su calva presuntuosa, claridad interferida en la base del óvalo por la grotesca disposición de las orejas. Presientes que el abigeo te repite al oído la parte final de su alegoría sobre la certidumbre: “Concluido
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el largo proceso en que me absolvieron por falta de pruebas –confesaba-, regresé a los matorrales donde había yo ocultado mi trofeo, y encontré, en efecto, que el ganado había desaparecido, pero dejando fuertemente atado el esqueleto al asiento del árbol”.
Se ubicaba el escondite en la zona abrigada del pueblo, donde humeaba el bagazo, que ha dado vida a las moliendas. El cálido aroma se esparce por el valle, siguiendo el profundo cañón labrado en millones de años por la tenacidad de un riachuelo que de vez en cuando pierde el cauce y arruina los sembríos. Ahora esos recuerdos devuelven al mural el reflejo de la hoguera, y tú ahuyentas temeroso las sombras que ondulan, como la espuma dorada de la miel, sobre el confuso vocerío.
Cubierta con un velo, entra la esposa del pintor. Su cara es un manojo de arrugas; pero hay una que al difuminarse revela un rostro que habría sido hermoso. Toma al nieto de la mano, se encoge y te señala con el índice, porque tú y él competíais a trepar por una escalera que el artista había pintado con extraordinario realismo en la pared, desafío en el cual el futuro hombre de leyes, que expía aquí sus culpas, resultaba siempre vencedor.
La mujer que os fiaba golosinas en la escuela te observa sin cesar al notarte un poco retocado. Contemplada desde la esquina del cuadro, ella se parece a una escopeta, quizás por la manera que tenía desafiante de llevar las manos a la cintura y ufanarse, con el nervioso balanceo de una ortiga, por haber mantenido intactas, hasta la vejez, las dos cosas importantes de su vida: la virginidad en el cuerpo y la bola en la antigua máquina de moler. La pobre sufría de insomnio; pero de tanto no pegar los ojos se había acostumbrado a dormir con los ojos abiertos, soñando en los pequeños acreedores.
-¡Alza la cabeza, mocoso! -te reclama-, para que pueda verte bien la cara.
Y tú, heredero de la sensibilidad afinada del jinete que percibía el olor y la blandura de la hierba a través de los cascos del caballo, forcejeas en su sueño para que no te arrebate el gorrito de colores cosido por tu madre, similar al que más tarde volverías a encontrar en un lienzo de Manet, prenda sin la cual zapateas en el cuadro, como buen escolar, al verte insignificante, desvalido, igual que una “i” privada del puntito.
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