Por Marco Tello
A la entrada del pueblo, unos seres impasibles se deforman a través de la llovizna como si se tocaran repetidamente los sombreros para saludaros. Apresuras el tranco y se amplía la visión: casas abigarradas, calles desiertas, tejados percudidos
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El nombre trazado hace un instante con premura te ubica en el sitio en donde empezaste a cobrar conciencia de tu ser. Aplicando el modelo proporcionado por tu maestro, trasladas las grafías a la pizarra que llevas pendiente de una cuerda. Dominada la inclinación, la abertura de cada vocal y consonante, te esmeras en la representación de la palabra. Descubres luego que es suficiente un canto de carbón para perpetuar tu nombre -Manuel Gobino- en una superficie recién enjalbegada, o un punzón para herir la corteza de un árbol a fin de que tu nombre sobreviva a la gomorresina.
Te apropiaste asimismo de la maleabilidad generosa de la arcilla. La recogías en las inmediaciones de la escuela, al pie de un nogal por cuyo aromático follaje demoraba en filtrarse la lluvia, aunque continuaba lloviendo mucho después de que había cesado el aguacero. Te miras enlodado, pero ansioso de jugar con el barro sobre un tablón dispuesto en un rincón del aula. El volumen del abdomen, la inclinación del cuello, la forma del sombrero, hacen que cada garabato trabajado por los escolares resulte parecido a alguien del vecindario, tal como habría sido esbozado por el Hacedor antes de fijarlo en la aldea. Otras figuras recuperan con igual mérito la fauna del lugar. Al poner todas las piezas a secar, tu padre las toma, las levanta a una distancia prudencial y, con un leve soplo, les infunde vida, entregándolas al vaivén de unos cordeles, donde aún se bambolean en la imaginación, tocadas por un golpe sosegado de la brisa. Ahora comprendes que jugabas motivado por el mismo anhelo de perduración que había llevado a los primitivos alfareros a dar apariencia antropomórfica a la arcilla, seguros de que las ánforas darían luego la misma forma a sus cenizas.
Sin advertirlo, estás rememorando otro destino asignado a tu maestro de primeras letras, a donde llegas con tu familia tras un lento caminar por una senda practicada por las cabalgaduras. A la entrada del pueblo, unos seres impasibles se deforman a través de la llovizna como si se tocaran repetidamente los sombreros para saludaros. Apresuras el tranco y se amplía la visión: casas abigarradas, calles desiertas, tejados percudidos. Dos torres inconclusas vigilan
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el templo y el edificio contiguo que se sostiene a duras penas sobre una hilera de pilares que corren alrededor de un pasillo. Allí se divierten las sobrinas del párroco; una de ellas, la que te ha clavado la vista, tiene –igual que tu ama de llaves– los rasgos espectrales que antaño conservaban las sobrinas de los frailes engendradas en cuaresma. El tío camina a tientas; amenaza con venirse abajo aplastado por el propio cuerpo, como la casa contigua. Aseguran que desciende de unos españoles que hundieron aquí las espadas con tal fuerza que se pasaron el resto de la vida tratando en vano de arrancarlas.
Encima de los tejados, se alza la intimidante cordillera. Bordeando los flancos, se aproxima una hilera de danzantes que, embriagados, traen en parihuelas el trofeo de los cuerpos caídos durante el carnaval, en honor a cuyos héroes resuenan ya desafinadas las bocinas y revientan con desgana los cohetes, no todos, porque algunos solo dejan una estela de pólvora en el aire.
El trato amoroso con la arcilla te familiarizó con el paisaje que copiaban del natural los artesanos cuando se ponían manos a la obra frente a los tornos o a los telares de cintura. Extraño pero dulce, su idioma debía aspirar a la perfección atribuida desde el siglo XIX a las lenguas flexivas; era tan económico el lenguaje que casi no exigía separar los labios para hablar el día entero sin suspender el trabajo. Los sombreros, que formaban parte del ajuar, variaban de forma según el sexo, la edad y la dirección en que soplaban los vientos. Por el alto de la copa, por la amplitud o la curvatura de la falda, se podía adivinar la región de procedencia.
Nada había, empero, comparable al batir de alas alrededor del campanario a la hora en que prolongaban su sombra las torres inconclusas, y los cerros palidecían cual si en ellos fuera a reflejase la otra cara de la luna. Era el momento en que un acervo de nombres suplantaba a las imágenes, y tú te quedabas, como ahora, del todo cubierto de palabras, suplantadas a su vez por una música de fondo que ya no sabes, en tu agonía, si proviene de Vivaldi o de un concierto de trinos ejecutado sobre el pentagrama de alambres que cercaban el huerto.
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