Por Marco Tello
Al fondo, se extendía junto al arroyo una llanura por donde iba y venía con trote sigiloso un potrillo blanco que era el mayor encanto de la sobrina. Avanzando el oscuro círculo estampado en la frente, lanzaba los cascos hacia el rostro del intruso, ladeaba el hocico para cobrar impulso, relinchar y diluirse en la neblina |
Pero en lugar de rendirte, porfías sobre la línea trazada por el abuelo, “porque nadie que haya soñado de veras en la muerte ha vuelto a despertarse” -desvarías, olvidándote sin duda de quienes, a principio de los años cuarenta, podían correr un riesgo peor que el de la epidemia, por cuanto el panteonero vigilaba por la noche con una orden secreta dentro del gabán: -Aún no es hora de resucitar –decía; se tocaba el sombrero y disparaba. En tanto la fiebre recorría las calles polvorientas y golpeaba a una puerta al azar, mucha gente prefería enloquecer. Se detuvo donde el sastre, anciano quisquilloso que se había retirado del oficio al enviudar, perseguido por el tema de que las piernas lo abandonaban. Recorría la casa con dificultad, y cada vez le fatigaba levantar del suelo las plantas de los pies, hasta el día en que se dejó caer sobre el asiento de madera en que había envejecido su mujer detrás de un sombrero que le llegaba por delante a las rodillas. La tarde se le iba en liar un cigarrillo tras otro, alisando el papel con la uña del pulgar antes de darle el retoque con la lengua. Permanecía largo rato en duermevela, el tabaco prendido entre los dedos, el ojo entrecerrado por la picazón de la humareda, mirando hacia las piernas que doblaban por el césped y desaparecían tras un pilar que sostenía el cobertizo. Cuando la brasa se acercaba a los dedos, volvía en sí sobresaltado por el ruido inconfundible que al regresar hacían sus propios pasos, portadores de un mal en esas regiones incurable. Déjale dormir al sastre en paz, Manuel Gobino, y admira el primor con que el artista de bigotes emplumados pintó la entrada al pueblo, en la cual hacía esquina, de espaldas al barranco, la casa de tu madrina. Al fondo, se extendía junto al arroyo una llanura por donde iba y venía con trote sigiloso un potrillo blanco que era el mayor encanto de la sobrina. Avanzando el oscuro círculo estampado en la frente, lanzaba los cascos hacia el rostro del intruso, ladeaba el hocico para cobrar impulso, relinchar y diluirse en la neblina, imagen que ha vuelto a perturbarte los sentidos: “Yo lo trataba de usted, aunque él me tutease y entrecerrara el ojo para no verme, |
enojado por la mezquindad con que le administraba el pasto en la estación de la sequía; escarbaba el polvo, resoplaba y se erguía con altivez, acaso agradecido”. Probablemente fue mera coincidencia el que tu madrina empezara a sentirse mal desde que le contaste que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol y era redonda. No bien lo supo, le acometían tan fuertes mareos de cabeza que era necesario sostenerla para que no se desnucara. Por supuesto, la culpa no fue tuya sino de Galileo, sin cuya intromisión el Sol hubiera continuado girando alrededor de la madrina. La fiebre vino hacia ella trastabillando con el viejo inquilino que en una de esas tardes volvió a su habitación con el rostro arrebolado por los tragos. Al dar por causalidad con la dueña en el rellano, se quitó el sombrero para saludarla y lo inclinó de arriba abajo como si pretendiera recogerla. Es probable que ella experimentara alguna sensación en un pliegue ya olvidado, porque sesgó el mentón como una cantante de ópera, debido a que los labios habían adoptado la forma que exigía la articulación de la palabra “no”. Tenía apenas trece años de edad la sobrina el momento en que recibió el ardiente legado de la tía. Al cabo de tres semanas en estado delirante, aún se negaba a morir, y el lunes la enterraron. La recordabas difusamente, como debe de ser imaginado un rostro por un amante ciego. Sin embargo, pocos años después de que se fue del pueblo la fiebre tifoidea, la niña reapareció en tus sueños con la sonrisa franca, ya lejos del recuerdo, y tú delineaste el contorno de aquella ausencia diáfana con palabras hace tiempo barridas, igual que la hojarasca: Antes de conocerte, yo ya te conocía en el cristal del agua, en el albor del día, en el alma del niño que soñaba en ser hombre: ahora solamente has cambiado de nombre. -No, no has cambiado -piensas al ver que te sonríe en el mural, vigilada desde lo alto por un ángel que se deforma en el repliegue de los tules, llevando retirada de los labios la trompeta de la resurrección. |