Por Yolanda Reinoso

 

Al ser él el todo estatal, mandó a erigir una exquisita capilla así como a ampliar los jardines, que parecen extenderse hasta el infinito, ya que la vista no alcanza a divisar su fin. Los senderos, así como las fuentes y las finas esculturas que conjugan armoniosamente con un verdor sin par, son de una perfección que no parece posible 

 
 

Entrar en el Palacio de Versalles es rememorar las clases de historia de los años colegiales con su tinte de ficción. Esa sensación de irrealidad se diluye desde que se cruza el portón de entrada, pues su elaborado aspecto ya da cuenta de los reales excesos monárquicos propios del absolutismo. Este término cargado de poder político debe entenderse desde la visión de un niño que, apenas con cinco años de edad, fue coronado como rey de Francia. Imagine usted a un infante de esa edad en su familia: póngale una corona, entréguele un cetro, dígale que su título de rey es Luis XIV porque ha heredado el poder real de su padre, Luis XIII. Más aún: aunque sabe usted que el juego y la diversión son lo normal, contrate a un tutor que lo aleje de eso. Ese tutor debe plantar en la mente del niño la idea de que su poder sobre todo y todos es total. Y así, ese niño crecerá investido de autoridad, sabiendo que sus órdenes son ley. Como ingrediente fundamental, debe ocurrir esto en una sociedad acostumbrada al abuso del poder. Todo esto, en una época en que los derechos que hoy la doctrina jurídica considera universales, permanecían acallados bajo la oscura capa de la reprimenda social.

Hacia 1678, Luis XIV decidió que la residencia real en Versalles tenía que ser tan grandiosa como él, pues para eso era el “rey sol”. Esta denominación indica bien cuánto abarcaba de la nación francesa a través de su poder, fortalecido a través del debilitamiento de la función legislativa, del constante cambio en materia legal que, en consecuencia, debilitó también la estructura judicial. Con la ayuda de su ministro más influyente, Jean-Baptiste Colbert, el rey absoluto alcanzó a instaurar la esencia del “mercantilismo”: estableció controles de calidad sin precedentes, a fin de cubrir la verdadera estrategia económica destinada a fortalecer el poder monárquico. Esa estrategia eran los altos impuestos, los aranceles excesivos sobre la producción extranjera en pro del apoyo velado a los ya enriquecidos comerciantes locales, y todo esto tras un velo de noble apariencia que incluía una exacerbación de lo propio, en especial las artes, de las cuales Luis XIV era mecenas por excelencia.

Por todo esto, no debiera extrañar que Luis XIV se hubiese atrevido a declarar “el Estado soy yo”. Al ser él el todo estatal, mandó a erigir en Versalles una exquisita capilla así como a ampliar los jardines, que parecen extenderse hasta el infinito, ya que la vista no alcanza a divisar su fin. Los senderos dentro de los jardines, así como las fuentes y las finas esculturas que conjugan armoniosamente con un verdor sin par, son de una perfección que no parece posible. Muchos alquilan caballos para recorrer los senderos a través de una extensión que alcanza las 800 hectáreas. Se conserva hasta hoy la misma línea de jardinería ordenada por el rey en su época, así como el sistema hidráulico original que permitía el riego de la flora ornamental del palacio.

Adentro, los tres aposentos de Luis XIV le servían de estudio administrativo, higiene personal y descanso, respectivamente. Si el trabajo burocrático lo ejercía mediante la asistencia de ministros, su higiene y descanso seguían similar protocolo: eran verdaderos rituales en los que contaba con la ayuda de varios súbditos desde el momento en que se despertaba hasta cuando se acostaba.

La Galería de los Espejos es donde reside la cumbre arquitectónica de las ambiciones reales, pues Luis XIV era un adepto al baile. La extensión de este vistoso salón es de 73 metros de largo por 11 de ancho, decorado al estilo barroco con esculturas de bronce y de mármol. Sin duda, los espejos realzan el aspecto lustroso de la galería, destinados a reflejar la luz natural que entra por las ventanas, y a los invitados del rey en pleno baile bajo la luz de bellas lámparas de fino cristal. El tumbado está decorado con pinturas de escenas de la vida de Luis XIV, siempre rodeado de su emblema, el sol.

Este mes se cumplen 300 años de la muerte del monarca en su aposento. Es interesante ver las reacciones de la variada masa de turistas: hay quienes ven en esa vida el símbolo del éxito, y hay quienes ven por encima del superficial poder y del lujo, tal como debía haber estado dividida la población francesa cuando Luis XIV se proclamó el centro mismo del sistema. Pese a todo, Francia despertó un día y regaló al mundo la base del Derecho Constitucional, prueba de que siempre es posible superar con creces la oscuridad socio-política de una nación.

 

 

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