El único vestigio material del tránsito del escritor es la modesta vivienda vallisoletana que le dio albergue durante un par de largos años. 
Intervenida y  conservada con veneración por el Ministerio de Cultura de España, hoy es el Museo Casa de Cervantes 
 
No podría virar la página del calendario esta columna sin antes honrar la deuda contraída por todo hablante de español con don Miguel de Cervantes, ahora que han corrido cuatro siglos desde su fallecimiento (Madrid,  22 de abril, 1616).
 
     Se cree que murió aquejado de diabetes, al cabo de una vida azarosa aunque llena de aventuras. Entre el nacer (Alcalá de Henares, 1547) y el morir, el periplo existencial empezó en la niñez con la familia en busca de trabajo por Córdoba y Valladolid. Muy joven se vio obligado a refugiarse en Roma acusado de herir a alguien  en una reyerta.  Allí se alistó para combatir a los turcos; luchó con denuedo y fue herido en la batalla de Lepanto. Cansado de las andanzas por Italia regresaba de Nápoles a España cuando la galera fue abordada por los corsarios que lo capturaron y lo llevaron a Argel. Vivió cinco años en cautiverio, aislado y cargado de grillos después de cada intento de evasión, hasta el día en que un fraile trinitario se apiadó de él y reunió los  500 ducados de oro exigidos por el rescate, como si el soberano argelino Azán Bajá hubiera acertado en el verdadero valor de su cautivo.  
 
     Instalado en Portugal, fue comisionado a Orán en razón de su experiencia. Cumplida la misión regresó a Lisboa y pronto se trasladó a Madrid para dar comienzo a su actividad literaria a la edad de 35 años. El resultado fue La Galatea, obra a la que siguió un silencio de dos décadas. A los 37 años contrajo matrimonio con Catalina de Salazar, una muchacha que no sobrepasaba los 19 abriles. El matrimonio vivió largo tiempo en Esquivias, hasta que Cervantes decidió probar mejor fortuna en Sevilla. Se fue solo y anduvo trece años por allí primero en calidad de comisionado de provisiones para la flota española y después como recaudador de alcabalas en Granada, ocupaciones que lejos de ayudarle a mejorar la condición familiar le ocasionaron mil problemas hasta el punto de ir a la cárcel acusado de mal manejo de las recaudaciones. La situación no era novedosa para él, puesto que también habían conocido la prisión por sospechas igualmente infundadas el padre y el abuelo.
 
 Tal era el estado de los negocios personales cuando intentó en vano conseguir un destino en el Nuevo Mundo. Retornó entonces a Madrid, pero en 1604 decidió trasladarse con la familia a Valladolid, impulsado por el anhelo más importante de su existencia: la publicación del Quijote. Compuso el prólogo y los textos preliminares y en 1605 experimentó la alegría más intensa de su vida, cual fue la de ver en circulación los primeros ejemplares. Pasajero fue, sin embargo, el entusiasmo. La adversidad volvió a ensañarse contra él inmiscuyéndolo esta vez en la muerte de un hidalgo trasnochador. Entretanto, cientos de ejemplares llegaban ese mismo año al Nuevo Mundo, hacia donde Cervantes nunca pudo zarpar. Vino el Quijote en su lugar y aquí se quedó cabalgando entre nosotros, con diferentes nombres, para siempre.
 
     En los primeros meses de 1606 volvió definitivamente a Madrid. Allí escribió el resto de sus obras y murió diez años después en su casa de la calle León, de donde fue llevado el cadáver a enterrar en la iglesia de las Trinitarias de San Ildefonso. La vivienda mortuoria permaneció en pie hasta 1833; en 1956, fue también demolida la vieja casa natal en Alcalá de Henares.
 
     En consecuencia, el único vestigio material del tránsito del escritor es la modesta vivienda vallisoletana que le dio albergue durante un par de largos años. Intervenida y conservada con veneración por el Ministerio de Cultura de España, hoy es el Museo Casa de Cervantes. Un testimonio documental y fotográfico de esta morada fue editado en 2005, en el IV Centenario del Quijote, publicación que me ha traído de Valladolid mi hija Catalina. El mejor regalo de fin de año.       
 
     Al explorar en la vida del escritor asombra por igual la forma en que consiguió sobrevivir con su familia y la forma asimismo admirable en que alcanzó la universalidad a la que un siglo atrás aspiraba para el idioma don Antonio de Nebrija. De hecho, la Gramática de Nebrija figuraba entre los pocos bienes que el buen cirujano don Rodrigo de Cervantes, padre del escritor, llevaba consigo a donde iba con su familia en busca de trabajo.    
 

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