Su nombre es terrorismo y violencia, es corrupción globalizada, es consumo y publicidad, es el narcotráfico, la drogadicción y la degradación del  ambiente, es la pornografía y la estadística del femicidio, es el imperio del lucro y de la moda, es la guerra permanente como negocio multimillonario, es la trivialización de la vida y de la muerte
 
De la fe en el progreso con que nos embriagó el siglo XX, hemos pasado al extravío de la humanidad en un orbe de cosas sin sentido, de materia sin significado trascendental, la confusión de todos los valores y la pérdida de todos los propósitos.
 
   Hoy el cáncer economicista está destruyendo todas las comunidades de la tierra en nombre de la rentabilidad mundialista. El universo desacralizado en que vivimos hoy, el que nos describe el periodismo, el que nos vende la publicidad, el que nos ofrece el turismo, ese universo explorado por la ciencia, manipulado por la técnica de la internet, se va cambiando gradualmente en un reino de escombros donde todo está demás; un mundo vertiginoso donde todo es desechable, incluidos los emigrantes, donde los innumerables significados posibles de toda cosa se reducen a un único significado: su utilidad. En efecto, desde un punto de vista financiero estricto, es más ventajoso vender los mismos productos con la misma etiqueta redactada en un mismo idioma que obligarse a presentar el mismo producto en envases diferentes. Este proceso está en pleno auge en todos los espíritus, si no ya en los hechos, las leyes, los reglamentos o las rutinas.
 
   Excluido todo lo dudoso y confuso, atrapado el mundo en la telaraña de la razón, empezamos a preguntarnos cuáles son las grandes conquistas que la era actual ha traído a la sociedad; si es verdad que en el reino racional de las mercancías somos más libres que bajo el imperio de los viejos dioses y de sus antiguos mitos, si bajo la sociedad de consumo somos más opulentos, si bajo el dominio de la tecnología somos más pacíficos, si bajo el reinado de la razón somos más humanos o razonables.
 
   Desde fines del siglo XIX, la filosofía supo advertirnos, fiel a sus posibilidades, que se acercaban tiempos aciagos. “El más incómodo de los huéspedes ya está a las puertas” escribió Nietszche en sus gritos de vidente solitario: El desierto está creciendo: ¡Desventurado el que alberga desiertos¡ dijo.
 
Advertidos de esto, recorríamos el nuevo siglo esperando la aparición del huésped terrible. Y aunque todos lo veíamos tardamos demasiado en reconocerlo y en nombrarlo. Ahora sabemos dónde está. Su nombre es terrorismo y violencia, es corrupción globalizada, es consumo y publicidad, es el narcotráfico, la drogadicción y la degradación del ambiente, es la pornografía y la estadística del femicidio, es el imperio del lucro y de la moda, es la guerra permanente como negocio multimillonario, es la trivialización de la vida y de la muerte donde el canceroso crecimiento de las zonas urbanas destruyó ya las ciudades, y la civilización industrial sólo ofrece una fuga permanente desde su residencia principal a otra secundaria a automovilistas sin hogar que necesitan gasolina para darle sentido a su angustiada existencia. 
 
   Las pestes actuales demuestran que la Segunda Guerra Mundial no termina de agonizar. Y cada vez más, cuando miramos los fenómenos que son hoy en todo el mundo los rostros del progreso y de la actualidad, sentimos con alarma que toda solución es parcial e insuficiente, que difícilmente se puede confiar a las naciones la empresa de corregir el rumbo y garantizar un futuro, pero que tampoco los nuevos líderes parecen tener la capacidad de detener, o siquiera alterar, esta tendencia histórica disfrazada de libertad.
 
   Si queremos vivir de nuevo, tenemos que reencontrar nuestra historia para levantar nuestro porvenir frente a los grandes dramas de la época, dejar de ser testigos remotos y pasar a ser protagonistas en la búsqueda de mejores caminos para la humanidad. Los males que imperan sobre la civilización y que crecen sin tregua día a día exigen soluciones audaces para asegurar nuestra supervivencia y nuestra libertad.
 
   No hay más futuro que ahora, ni más infierno ni cielo que ahora, dijo Whitman. Y es aquí donde la sociedad espera una respuesta, no de escepticismo sino de esperanza.
 

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