El poeta cuencano Dávila Andrade en una fotografía y, al frente, en una plumilla artística. |
Autodidacto, de lecturas infatigables, desde adolescente escribió poesía, sin más formación que dos o tres años de estudios en el colegio Manuel J. Calle, de Cuenca. Hijo de un hogar de limitadas economías, contrastó las penurias con la visión de panoramas trascendentales en el campo del espíritu, imbuido de inclinaciones por el pensamiento de culturas orientales.
Temprano emigró de la ciudad nativa para domiciliarse en Quito, donde hizo amistad con Galo René Pérez para integrar, en 1944, el grupo Madrugada, donde fructificó su vocación literaria con creaciones que acabaron por imponerse entre lo más representativo de la producción poética ecuatoriana del siglo XX.
La bohemia, los largos ayunos y las prácticas de yoga le hicieron un ser extraño al que fraternalmente los amigos le apodaron Fakir, sobrenombre que era de su agrado, según cuenta Galo René Pérez en la introducción de la Antología Poética de Dávila Andrade, publicada por la Casa de la Cultura en 1975, cuando el poeta ya había muerto después de radicarse en Caracas, Venezuela, desde 1951, tras su matrimonio con Isabel Córdova.
“A pesar de que hizo contactos fraternales con escritores de la capital venezolana, su desajuste social fue paulatinamente agravándose. Su sensibilidad, tan fina, tan frágil, porfiaba en aislarle del mundo de todos. En un sagaz artículo que publicó en una revista de Caracas condenó amargamente las formas de la vida contemporánea, reguladas por los mercaderes que atrapan el alma colectiva y la someten a un fácil convencimiento, a través de sus engañosos aparatos de propaganda”, opina Pérez.
El 3 de mayo de 1967 César Dávila Andrade se cortó la vida, con una hoja de afeitar, de un tajo, por la aorta, mientras se afeitaba frente al espejo del baño de un hotel de Caracas. Extraña forma de morir de un hombre extraño en la vida y en la forma abstracta y metafísica de hacer poesía.
Murió a los 49 años, edad fecunda de creación literaria, dejando un legado en prosa y verso, de lo más representativo de la literatura ecuatoriana. De sus obras destacan Oda al Arquitecto, Canción a Teresita, Espacio, me has vencido, Boletín y Elegía de las Mitas, Catedral Salvaje, Arco de Instantes, En un lugar no identificado, Conexiones de Tierra, en poesía; y, en prosa, Abandonados de la Tierra, Trece Relatos, Cabeza de Gallo.
Marco Tello, en su obra “El Patrimonio Lírico de Cuenca”, tesis doctoral en Filología por la Universidad de Cuenca (2004), ubica a César Dávila en la Generación hispanoamericana de 1924 (nacidos entre 1894 y 1923) y, al referirse a él, apunta:
“Dávila es el primero de los cuencanos en asumir como oficio el arte de escribir, si se recuerda que la poesía ha sido entre nosotros ocupación complementaria de abogados, profesores, médicos y curas… En él confluye la tradición lírica local y de él fluye la corriente lírica innovadora que dará a lo cuencano –el sentimiento religioso, la sensibilidad herida por la grandiosidad del paisaje- resonancia perdurable, universal. Con razón, su obra ha sido valorada con rigor dentro y fuera del país; sobre ella se ha escrito tanto, que al profano le resulta aventurado querer agregar algo al juicio de los críticos…”
El Crucifijo y el látigo…
Busto en la entrada a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca, con el busto desnudo del personaje, alude a sus inquietudes metafísicas y su afición por las culturas orientales.
Boletín y Elegía de las Mitas, que denuncia el abuso de los conquistadores civiles y religiosos al aborigen americano, con gritos de cólera y protesta en las montañas vírgenes, es un poema que en un lenguaje esculpido, grafica el dolor, la sangre, el sufrimiento, la injusticia y la muerte, en las epopeyas de una raza sometida con crueldad sin misericordia a la explotación de las minas, para provecho ajeno.
He aquí unos fragmentos:
Y a un Cristo, adrede, tan trujeron,
Entre lanzas, banderas y caballos.
Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre,
la sed, los azotes diarios, los servicios de la Iglesia,
(Así avisa al mundo, Amigo de mi angustia.
Así, avisa. Di. Da diciendo. Dios te pague).
Y tam, si supieras, amigo de mi angustia,
Cómo foeteaban cada día, sin falta.
“Capisayo al suelo. Calzoncillo al suelo,
tú, bocabajo mitayo. Cuenta cada latigazo”.
Yo, iba contando: 2, 5, 9, 30, 45, 70.
Así aprendí a contar en tu castellano,
Con mi dolor y mis llagas.
En seguida levantándome, chorreando sangre,
Tenía que besar látigo y mano de verdugos.
“Dioslepagui, Amito”, así decía de terror y gratitud…
Minero fui, por dos años ocho meses.
Nada de comer. Nada de amar. Nunca vida.
La bocamina, fue mi cielo y mi tumba.
Yo, que usé el oro para las fiestas de mi Emperador
supe padecer con su luz,
por la codicia y la crueldad de otros.
Dormimos miles de mitayos,
a pura mosca, látigo, fiebres, en galpones,
custodiados con un amo que sólo daba muerte.
Pero, después de dos años, ocho meses salí.
Salimos seiscientos mitayos
de veinte mil que entramos…
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