Quienes no templaron el cuerpo y la voluntad en el ascenso, tampoco están en condiciones de descender con dignidad. De hecho, ya se ha visto desbarrancarse a muchas excelencias, enredadas en sus propios atuendos o agobiadas bajo el peso de sus oropeles
Hace aproximadamente cinco mil años, algunas poblaciones asentadas en Europa y Asia conformaban grupos humanos organizados en grandes tribus. Se entendían en una lengua común ya bien estructurada, pero susceptible de evolucionar con el paso de los siglos. De ella derivaron o se nutrieron otros idiomas, conforme los grupos originarios se fueron consolidando alrededor de una cultura particular, poseedora de una percepción del mundo y adaptada a las condiciones de la nueva realidad.
De esta suerte, los habitantes de países actuales como Irán, India, Rusia, Italia, Alemania, para citar algunos, habrían empezado a hablar lenguas distintas, pero cada una de ellas identificada por un innegable y único abolengo. Debió haber tenido nombre aquella supuesta lengua arcaica, extraviada en la densa neblina de los tiempos. Los estudiosos solo han podido testimoniarnos su existencia. Los intentos para conseguir su reconstrucción a partir de los vestigios lexicales conservados en las lenguas nacionales consumieron la vida de muchos sabios investigadores.
Por cierto que una de las preocupaciones derivadas de ese esfuerzo fue la de dar una denominación a aquella lengua, aunque no se supiera a ciencia cierta qué pueblo, cuándo y cómo la empleó para responder colectivamente al mandato natural de asegurar la identidad y la supervivencia. El misterio habría sido pronto despejado si en vez de tantos magos dedicados a predecir el futuro hubiera habido uno, uno solo, capaz de adivinarnos el pasado (desafortunadamente, el proyecto Yachay demoró mucho en nacer). Así que, al cabo de explicables controversias y arduas discusiones científicas, los expertos convinieron en una denominación decorosa y aceptable: el “indoeuropeo”. Saltaban, pues, a la vista y al oído las resonancias lexicales de esa supuesta lengua en los idiomas modernos, incluido el que gratuitamente utilizamos para agredirnos oralmente y por escrito los ecuatorianos.
Aquella influencia está asimismo presente en la lengua española a través del legado cultural grecolatino. Las personas interesadas en estos temas escabrosos, un poco para alegrar el día de difuntos, podrían seguir ese rastro en textos de indagación etimológica y, por supuesto, en voluminosos diccionarios. Lo que generalmente fue una práctica común en la formación de los idiomas era la fusión, en los primeros estadios del proceso evolutivo, de raíces indoeuropeas y vocablos de las lenguas en formación. Cabe recordar a este propósito que la composición ha operado como una opción válida para hacer realidad la economía lingüística, permitiendo a la vez limitar y enriquecer el caudal léxico.
Una descripción bastante razonable suelen proporcionarnos para esta constatación ciertos nombres que resultaron de la combinación de un término indoeuropeo y otro reciente. Sucede, por ejemplo, con la palabra inglesa “land” (tierra), al combinarse con otros términos indoeuropeos: Islandia (de un vocablo que significaba hielo), debido a los glaciares que cubren buena parte del territorio; en Groenlandia (de una raíz que significaba verde); Finlandia (de una palabra que significaba pantano), etc. Pero no haría falta trasladarnos a tanta distancia para detectar el funcionamiento de igual operación en nuestro idioma.
Hay una palabra que ha sido acuñada como una pieza de metal en la cabeza de los ecuatorianos y puesta a circular igual que una moneda. Se trata del adjetivo “mediocre”, vocablo que ya ingresó en el español como un compuesto del latín (medius) y del indoeuropeo (ocris). “Ocris” significaba cumbre; de modo que mediocre venia a calificar a quien se había quedado a mitad del ascenso. En el lado opuesto a la mediocridad está la excelencia, lo cual significaría que hubo un tiempo en que una minoría supuestamente dotada de excelencia había conquistado la cumbre y se creía autorizada para calificar de mediocre a la inmensa mayoría ecuatoriana.
Esta historia carecería de interés si no fuera porque aquella minoría no había llegado a la cumbre por su propio esfuerzo, sino llevada en transporte aéreo sufragado por todos los “mediocres”. Concluida la aventura, quienes no templaron el cuerpo y la voluntad en el ascenso, tampoco están en condiciones de descender con dignidad. De hecho, ya se ha visto desbarrancarse a muchas excelencias, enredadas en sus propios atuendos o agobiadas bajo el peso de sus oropeles.