Cuando el tuteo ha sido remplazado por el tuiteo, resulta providencial para este comentario la revelación proveniente de Bélgica en el sentido de que los tuits de Carondelet no los redacta el Presidente sino una ex ministra del gobierno de Mahuad
Entonces, no es a nuestro afable gobernante sino a Mahuad a quien se ha de reconvenir por este tuit recién entregado a las redes: “Los que critican y denostan el diálogo jamás podrán entender el valor de que una sociedad viva en paz”. Bonita la idea; solo que denostar es un verbo cuyo modelo de conjugación es contar (cuentan, no contan).
Una posible consecuencia es que se acoja a pie juntillas el error y se lo generalice. Casi de inmediato, lo repitió un destacado participante en un programa de televisión: “…en las épocas de la partidocracia de la cual tanto denostan”. Sin necesidad de consulta, un vocablo de abolengo (del latín “dehonestare”, quitar la honra) corre el riesgo de degradarse como verbo regular en el habla ecuatoriana. Para evitarlo, hubiera bastado aplicar el procedimiento de captar la irregularidad en el tiempo presente buscando un nombre de la misma familia lexical que diptongue (denuesto: injuria grave), aunque ello no impida que otros verbos burlen el procedimiento, como lo hace “cornear”, pese a su proximidad con “cuerno”, lo que ha obrado para que el lenguaje coloquial lo desvíe a “cuernear”, aquí y en la Argentina. El Diccionario de Americanismos lo registra como ecuatorianismo referido a la infidelidad conyugal, faena enriquecedora del idioma, que reclama por ello la inclusión en el Diccionario de la Real Academia.
Estas divagaciones llevan a reflexionar sobre un tema que constituye un lugar común, más allá del diálogo sostenido por los dos actores principales de lo que algunos analistas consideran una comedia anunciada. Se trata de recordar que la lengua y su realización constituyen la expresión de una cultura. La lengua es modelo para el ejercicio de la libertad porque nos permite decir cuanto queramos, a condición de que observemos las severas normas que la rigen. En Latinoamérica, es verdad, hay naciones que han impregnado su propia cosmovisión en el español mediante variaciones lexicales y formales –no sintácticas- que reflejan una manera de estar en el mundo, de percibir el horizonte de la realidad. Es el entusiasmo que contagia cuando una figura de dimensión universal, el papa Francisco, se dirige a cada nación en la lengua vernácula, pero a los bonaerenses en el argentino fervoroso intuido por Borges.
Ojalá que algún día se pudiera presentir algo similar en el habla ecuatoriana; que estuviéramos, por ejemplo, en la posibilidad de componer un diccionario a la manera de “El gran diccionario de los argentinos” (gracias, Julio Carpio Vintimilla, por su generosidad). Se dirá que aquello aún no ha sido posible debido a la heterogeneidad cultural, a las vicisitudes políticas que han impedido aglutinarnos, forjarnos una identidad que internamente nos cohesione, que nos identifique hacia el exterior y afiance nuestra seguridad en el lenguaje.
Pero hasta tanto, se podría aspirar a un modo de ser ecuatoriano si por lo menos se procurara detener la desfiguración de la fisonomía del idioma. Nada se consigue con inventar palabras innecesarias o emplearlas inadecuadamente, al modo de las que se oyeron en el mentado programa de televisión: aperturar y excogitar, cuando se hablaba de aperturar un proceso y de revisar el modo de excogitar a los miembros del Consejo de Participación. En español, no existe aperturar, con perdón de los licenciados; y el verbo excogitar no es sinónimo de escoger, pues pertenece a la familia de “cogitare” que significa pensar, reflexionar.
Es todavía más mortificante si a alguien, que pertenece al espacio de poder donde se cuecen y se cosen las leyes, se le escucha (tal vez bajo el efecto de la severa dieta impuesta por la austeridad) este solfeo: “Hubieron tres intervenciones de la oposición. Yo le puedo decir de que respondió de que nunca cuando habían denuncias infundadas o no…”; o si el que trina es un personaje de más alto rango : “Detrás de mí hay un pueblo, detrás mío hay un trabajo”; o si en un comunicado público se lee que, en vez de ofrecer disculpas, “Odebrech pide disculpas a la sociedad ecuatoriana por los actos de corrupción”; o si en el coro oficinesco se deslizan diariamente las frases mil veces introducidas por el insufrible “es por eso que…”, mientras el suelo tiembla en el vecindario.