Te miro amor
las palmas de las manos,
como en una llanura,
veo tus azules venas descendiendo
como ríos,
que unen las fragantes manos del sembrador,
del alfarero
que hace girar en su rieda
los miles de formas del delirio de la tierra,
con las de las hilanderas
inmóviles entre el sueño de las tumbas y las montañas.
En todas partes veo tus hermosos signos
que descansan igual
en las manos de la madre
y en el mendrugo
que retienen como un sol
las abrasadas manos del mendigo.
Igual en el humillado
con los dedos machacados por la inmensa piedra,
que en las manos que parten el pan.
Te miro huir en el barro fugitivo;
moldear las vasijas, los platos para alimento.
Bajo la tierra esperan
los antiguos muertos en cuclillas
rodeados de vasos funerarios y semillas,
dormidos en mitad de viaje hacia el día.
Reúnen, amor, tus manos
la madera y el barro
para constuir las casas,
como aves dormidas
reposan en el pecho de los muertos.
Entre los árboles fragantes
brillan cubiertas de resinas salvajes.
Los surcos conservan tus huellas tibias todavía
cubriendo las semillas.
Como hechas de raíces
o de pies de aves marinas,
he mirado, amor, tus manos
en la tierra sin flores
que cubre el rostro de los muertos.
Subiste con los cautivos a los altos muros,
huellas más que de piedra,
de tus manos, amor,
tienen las columnas, las pirámides,
las fortalezas, los puentes, los caminos.
Contigo subió el ofendido a la muralla de las lágrimas
y sus albas trizadas le guiaron
como por un túnel a través de la muerte.
Contrigo caminó el arriero
por la plata de los caminos del frío.
De tus manos golpeadas
más brillantes salieron el oro
y los metales que sueñas.
Gastadas como la tierra
que resplandece al comienzo de la noche,
tus manos, amor,
levantan las tumbas, las cunas, las canciones.
En ti halló lecho el caído,
tristes flores esparcen su aroma de olvido.
Como pañuelo
tu hermoso cielo
cubre el sueño de los desposeídos.
Igual que un río
brillan tus manos en el amanecer:
suena el hacha del leñador
en los bosques vendados por el alba,
como llamar a un ave
el sembrador avienta la semilla
del pan que vendrá,
el pastor lleva sus rebaños a la montaña,
de donde tornará después,
envuelto en tu dorado aire
con un a carga de espigas.
Duermen, amor, tus manos
en las palomas de piedra
que señalan
la tumba del labrador junto a los maizales,
en la pupila del nivel
que el albañil
apoya en el barro fresco de las paredes,
en el arado hundido en tierra
cuando los bueyes reposan,
en la quietud de las mesas del pan
y en los lechos del amor y la muerte,
en las ventanas iluminadas
de las casas de la noche.
De La llamada, 1963