Luego de examinar prolijamente la venda, comprobaron que no había lugar para la sospecha ni indicio de fraude. Cuando el presidente del jurado le arrancó la venda y la exhibió ante la concurrencia, el joven se tambaleó, de modo que fue necesario sostenerlo para que no se desmayara
Ha transcurrido más de medio siglo desde cuando ocurrió este episodio digno de contarse. Probablemente, los miembros del jurado debatan todavía sobre si el corredor número 13 merecía el primer premio.
Desde antiguo, las primeras semanas de diciembre estaban dedicadas a honrar a santa Lucía, patrona del poblado, devoción implantada por unos misioneros que visitaron el pueblo a comienzo del siglo XIX. Desde entonces, devotos de los sectores más distantes afluían para participar en las celebraciones. El ala del sombrero inclinada según la dirección en que soplara el viento en cada parcialidad, diferenciaba claramente a un grupo humano de otro.
En la tradición legada por los frailes visitantes, santa Lucía de Siracusa había sufrido el martirio el 13 de diciembre de 304, durante la persecución desatada por Cayo Aurelio Valerio Diocleciano, poco antes de abdicar. Entre los milagros a ella atribuidos, había uno increíble para quien tuviera poca fe: la santa continuó viendo a sus verdugos aún después de haberse arrancado los ojos para no verlos, lo cual resultaba suficiente para que se la venerara como a la patrona de los ciegos.
Así, pues, el 13 de diciembre vino a ser la fecha de la conmemoración que empezaba con la misa del mediodía, oficiada por tres graves representantes del obispo. Concluida la ceremonia, echaban a volar las campanas; arrancaba la banda de música y, mientras atronaban los cohetes y subían los globos, el gentío se acomodaba alrededor de la plaza embanderada para asistir a un evento singular, no menos importante: la carrera de obstáculos dedicada a la santa patrona.
Los jóvenes se preparaban con mucha anticipación para la competencia, en la que podían intervenir los pobladores vecinos, a condición de que acataran las reglas del juego, entre ellas, la de presentarse al torneo con los ojos vendados y la de llevar el número de identificación estampado a la espalda. Aquel viernes, 13 de diciembre de 1963, noventa participantes esperaban la señal de partida, cuando asomó, a punto de atrasarse, el último competidor. Hubo una sorda protesta; pero los jueces revisaron la oscura venda, elevaron la vista al reloj de la iglesia y decidieron que el corredor número 13 había llegado a tiempo. Sonó, pues, la señal.
El juego consistía en burlar una serie de obstáculos distribuidos por la plaza antes de intentar la última prueba, la más penosa, la de avanzar por un sendero de tres metros de ancho que serpenteaba a lo largo de sesenta metros, bordeado de varillas apenas hincadas en el suelo para que al más leve roce saliera descalificado el infractor.
A poco de iniciada la contienda, las distancias se espaciaban; algunos muchachos ni siquiera lograron dar el primer salto. Sin embargo, para sorpresa de todos, el corredor número 13 adelantaba inalcanzable, con la musculatura lustrosa, flexible cual un mimbre. Los rivales corrían muy rezagados cuando él tomó resueltamente por la angosta ruta bordeada de varillas. Penetró en el laberinto igual que si estuviera de regreso a casa. Se concentró, extendió los brazos y -¡asombro colectivo!- traspasó la línea final como una flecha, mucho antes de lo imaginable.
-¡Fraude! –estalló un grito que fue coreado enseguida por la multitud.
Igualmente indignados, protestaron los jóvenes que alcanzaban la meta, pues no creían posible que alguien con los ojos bien vendados hubiera alcanzado el triunfo en tan corto tiempo.
-¡Fraude! –el grito era ahora general.
Preocupados por la violenta reacción, los miembros del jurado se aproximaron al vencedor. Luego de examinar prolijamente la venda, comprobaron que no había lugar para la sospecha ni indicio alguno de fraude. Cuando el presidente del jurado le arrancó la venda y la exhibió ante la concurrencia, el joven se tambaleó, de modo que fue necesario sostenerlo para que no se desplomara.
Solo entonces, las personas que lo rodeaban se dieron cuenta de que el corredor número 13 era ciego.