A la patria misma se la quiere y comprende mejor cuando se viaja. Entonces apreciamos todo el valor de nuestras costumbres, de nuestras afecciones, de nuestras ideas y sentimientos. La patria, vista desde lejos, se agranda
Para el individuo, viajar es renovarse. Los viajes modifican nuestro concepto de mundo, crean en nosotros un nuevo ser, acrecen el capital de nuestros conocimientos, nos inculcan la tolerancia, nos hacen más comprensivos, generosos e inteligentes, educan nuestra sensibilidad. Personas que como nosotros vivimos dedicados a útiles tareas, al viajar y visitar museos, catedrales y monumentos patrimoniales ese viaje se convierte en una alta misión de cultura y se pone en contacto, siquiera sea por un instante, con el alma de las ciudades místicas. Este contacto es gratamente benéfico. Una persona inteligente, pero que jamás se haya preocupado de otras cosas que de sus asuntos, sentirá en España, en Francia, en Suiza, o en Italia, que su mundo se ensancha, que su concepto utilitarista se transforma, podríamos decir, que a esa persona le nacen alas.
Quizás, no haya nada tan útil como la necesidad de viajar. El hombre que no viaja es un ser rutinario; no innovará, no creará jamás. Soñar es amar la vida y las cosas. Los hombres y los pueblos necesitan soñar. Y bien: los viajes propician la plenitud del ensueño. Cuando viajamos, dejamos en nuestras casas todas las menudas preocupaciones que enturbian la vida y nos entregamos a la delicia de vivir con el alma. En los viajes descubrimos nombres evocadores, célebres, seculares, nombres de los pueblos en cuyas estaciones nos detenemos; cuando pisamos los mismos lugares que ilustraron con sus vidas, los grandes hombres de la historia; cuando sufrimos en los cuartos de los hoteles del horror de la soledad, cuando creemos sentir en las callejuelas arcaicas el alma de un héroe, de un artista o de un sabio.
A la patria misma se la quiere y comprende mejor cuando se viaja. Entonces apreciamos todo el valor de nuestras costumbres, de nuestras afecciones, de nuestras ideas y sentimientos. La patria, vista desde lejos, se agranda.
Los viajes son, por último, el más útil instrumento de perfección para las sociedades modernas. Los periódicos, los libros, el cine o la televisión, jamás nos darán la sensación exacta de las cosas. Es preciso ver con los propios ojos, oír con los propios oídos. Los viajes nos estimulan y nos infunden la noble ambición de sobrepasar las perfecciones ajenas.
En octubre pasado, se cumplió uno de los sueños pertinaces de mi vida: conocer España y varios países Europeos. Lo hice en unión de mi esposa Eva María y un selecto grupo, entre ellos, Lautaro Bersosa y su cónyuge Genoveva Webster, bajo el amparo profesional y solvente de Turisa en Cuenca.
Es tarea compleja y expuesta a desacuerdos el interpretar el alma de un pueblo. No es mi intento en estas líneas por lo que toca a España. Quiero tan sólo aprisionar algunos matices de pueblos y ciudades que me han impresionado profundamente tras un recorrido de más de 7 mil kilómetros por autopistas espectaculares, rompiendo montañas y paisajes, a través de centenares de túneles.
España es el país que posee las más bellas catedrales, casi no hay ciudad sin una catedral maravillosa. En Madrid, la catedral es la ciudad misma, su cerebro, su alma, su latido y la razón de ser del alma española y de su pueblo; es tierra de artistas extraordinarios, y no olvidemos que es español el libro más humanamente idealista que se haya escrito en el mundo. Cifra y síntesis de España es Madrid, ciudad eternamente bella llena de árboles y de espacios verdes inmensos.
Jamás olvidaré la impresión que me causó llegar a Toledo, señorial y altiva, con sus muros de piedra o la eternidad del dolor. Y así mientras para todos los viajeros Toledo es una ciudad de arte, para otros la vieja ciudad significa algo más: es la expresión de un gran dolor.
La gloria y el prodigio de la estirpe latina es Barcelona, la ciudad de la alegría y formidable suscitadora de energías y una casona para el placer de vivir, que al modernizarse, no ha perdido sus tradiciones, ni su carácter. En toda ella, aun en sus más ruidosos bulevares, hay algo de gótico y de feudal.
Y en efecto, en su condición de puerto y sobre todo por su contacto con Francia y con Italia, se asemeja a ciertas ciudades italianas y francesas. La Barcelona antigua, se diría es un trazo del viejo París embellecida por retoques del sentimiento español. Estas semejanzas no implican ausencia de carácter propio, por el contario, solo prueban la existencia de influencias admirables que no han hecho sino conservar y alimentar el espíritu latino, de esta ciudad que debe ser considerada como la ciudad latina por excelencia, como la más perfecta bella síntesis del latinismo mediterráneo.