Iba cobrando interés el coloquio cuando se detuvo un carruaje a la puerta, y Mary Davis, la ama de casa, irrumpió acezante para anunciar que Oscar Wilde había venido a visitarlo antes de retornar a Londres

     No ha olvidado sus años de periodista y de tipógrafo en Brooklyn. Por un momento, el entrevistador quería ver en él al dandi que visitaba cafés y teatros en New York, con una flor en el ojal; o al viajero infatigable, al amigo del conductor de autobuses y de los trabajadores portuarios. Mostraba aún la fortaleza del carpintero, en Long Island, donde le asaltó la idea de escribir “Hojas de Hierba”. Conservaba la ternura del ayudante de enfermería que cuidaba a los heridos en la Guerra de Secesión.

     Vivía en una casita de madera comprada con la octava edición de “Hojas de Hierba”. Recibía allí a intelectuales, artistas, periodistas y fotógrafos. Andaba por los 65 años de edad. Llegó en la calesa que le habían regalado discretamente para que pudiera pasearse por Camden olvidando las dolencias. Descendió con el aplomo jupiterino que conservaba desde los cuarenta años: melena abundosa bajo el sombrero, barba blanca bifurcada; mirada penetrante y afable. Condujo al reportero hacia el estudio, adonde llegaba el ruido de los trenes y el olor de los abonos.

     - Háblenos de la rebeldía –inició la conversación el entrevistador.
     - A los estados todos y a cada uno de ellos; a las ciudades de cada estado: / Resistid mucho, obedeced poco. / Cuando la obediencia no se cuestiona, cuando se cae en la esclavitud completa/ no hay nación, estado o ciudad de este mundo / que recobre su libertad.
     - Era una rebeldía compatible con su amor al pueblo.   
     - Oigo cantar a América; tonadas variadas oigo. / La de los mecánicos alegres y fuertes; / la del carpintero, que entona la suya mientras mide las tablas y las vigas; / la del albañil que canta la suya aprestándose a trabajar o a dejar ya el trabajo; / la del botero que canta a cuanto le pertenece en el bote y la del estibador que canta en la cubierta del vapor; / la del zapatero que canta al sentarse ante su banco y la del sombrerero, que entona de pie la suya (…).
     - Estos versos enardecían la fe en la democracia.
     - He aquí la cena servida a todos por igual. He aquí la carne para el natural apetito. /Es para los malvados como para los intachables. A todos invito. / No desdeñaré a uno solo ni le abandonaré: / la mujer prostituida, el que pide prestado, el ladrón, son mis invitados. / El esclavo de labios gruesos es mi invitado (…).
     - ¿Quién era en realidad Walt Whitman?
     -  Taño mi plectro bárbaro sobre los techos del mundo. / El último chaparrón del día se contiene para esperarme. /Arroja mi imagen tras la del resto y leal como el que más en la selva sombría, / me atrae hacia la neblina y el crepúsculo. / Me alejo como el aire. Sacudo mis blancos rizos ante el sol fugitivo en remolinos y los arrastro entre andrajos. / Entrégome al lodo, para luego crecer de la hierba que amo (…).
     - ¿No significaba asumir el papel de Dios?
     - Oigo y contemplo a Dios en todos los objetos, aunque no lo entiendo en absoluto. / Ni entiendo cómo puede haber alguien más encantador que yo (…) / Veo algo de Dios a cada hora de las veinte y cuatro y a cada momento pues, / en los rostros de hombres y mujeres, veo a Dios; y también en mi propia cara reflejada en el espejo.   
     - La vida y la muerte fueron sus obsesiones.
     - ¡Mirad este estiércol! ¡Miradlo bien / Quizá cada una de sus larvas formó alguna vez parte de un ser enfermo; pero mirad: / La hierba primaveral cubre los prados; / las habichuelas se abren paso sin ruido por el mantillo del jardín; / la delicada lanza de la cebolla hiende el aire (…).
¿Has sobrepasado a los demás? ¿Eres el Presidente? Eres nada. Más de uno llegará donde estás y más lejos aún, lo cual no les impedirá morir.

     Iba cobrando interés el coloquio cuando se detuvo un carruaje a la puerta, y Mary Davis, la ama de casa, irrumpió acezante para anunciar que Oscar Wilde había venido a visitarlo antes de retornar a Londres. 

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