Por: Rolando Tello Espinoza
La Gioconda, retrato con el que Leonardo añadió al arte enigmas que intrigan al espectador. (Pintura sobre madera 77 x 53 cts.) |
Quinientos años después de su muerte, el sabio y enigmático artista italiano Leonardo da Vinci (15 de abril de 1452-2 de mayo de 1519) vive en sus aportes científicos y en sus obras pictóricas, especialmente en el retrato de la Gioconda, resistiendo a las crueldades del tiempo, de las guerras y los robos
La sonrisa, apretada en los labios, disimula secretos inescudriñables de la dama sentada, el cabello partido en dos chorreado hasta bajo los hombros, resguardando el cuello erguido y el escotado pecho. La mano izquierda apoyada en el brazo del sillón sostiene a la derecha. Su mirada risueña parece interrogar irónica al espectador: ¿Quién eres tú?
Leonardo demoró entre 1503 y 1519 para hacer el cuadro genial, mientras incursionaba en todas las formas del conocimiento renacentista: pintor, ingeniero, músico, arquitecto, anatomista, inventor de máquinas de guerra, estudioso de la hidráulica, de las corrientes del viento, del vuelo de los pájaros, de la astronomía, las refacciones de la luz, y diseñó lo que en tiempos modernos serían helicópteros y navíos submarinos. Nada le fue extraño y diseccionó cuerpos humanos y de animales para buscar el origen de la vida.
¿Quién es la Gioconda? El misterio no se despejará jamás, pues lo críptico formó parte de la personalidad del autor que en su vida y en su obra jugó en el arte con la ambigüedad secundada con la técnica del esfumado, para eliminar imperceptiblemente la transición entre la luz y las sombras. Algunas obras dejó en suspenso acabarlas y es posible que hasta la Gioconda, sin cejas, sea una de ellas.
Mimado por las cortes europeas, Leonardo era fluido en la relación interpersonal, organizó fiestas, decoró recintos para acontecimientos palaciegos y alguna vez sorprendió paseándole a un león mecánico ante los invitados, movido por ocultos engranajes y palancas. Pero su intimidad era una incógnita. Ernesto Sábato, apunta: “Leonardo era apuesto, vestía con refinados terciopelos, le gustaba conversar en las reuniones, esgrimía de modo eximio el florete y, al menos en su juventud extravagante, era presuntuoso y se complacía en asombrar a la corte con sus espectáculos. Este es el Leonardo visible. El otro, el críptico, fue un desconocido, y debemos inferirlo de la elusiva melancolía de sus cuadros, de las equívocas y levemente demoníacas sonrisas de sus mujeres y santos, del profundo desprecio que emana de algunas anotaciones de su Diario sobre los hombres y las reuniones mundanas… ¿Cuál sería su rostro en la soledad? Podemos sospechar que tendría algo de horrendo y hasta de trágico…”
Lo enigmático de La Gioconda expresaría esa secreta reserva de Leonardo, quien tuvo amistad con gobernantes y personajes encumbrados en el arte y la cultura, pero su vida privada era un secreto. Su biógrafo contemporáneo, Giorgio Vasari, alude a su excepcional belleza física, su gracia infinita, su gran fuerza y generosidad, la formidable amplitud de su espíritu, pero son confusos los detalles de su personalidad y de su sexualidad, pues nunca tuvo la presencia cercana de una mujer y guardó estrecha amistad con sus discípulos, especialmente Francesco Melzi y Giacomo Caprotti, llamado Salai, “un simpático y bello jovencito de cabellos finos y ensortijados, que encantaba a Leonardo”, según el biógrafo. Salai modeló para el cuadro San Juan Bautista y Francesco di Melzi dijo que los sentimientos de Leonardo eran una mezcla de amor y pasión.
Leonardo da Vinci (1452-1519) |
¿De quién es el rostro de la Gioconda? Lo más aceptado es que de Lisa Gerardini, que casada con Francesco del Giocondo se llamó Monna Lisa del Giocondo. Es la obra en la que el pintor puso especial esmero y la llevó consigo a Roma y Francia, retocándola, hasta morir. El biógrafo Vasari habla de su creación: “Monalisa era muy bella y Leonardo, mientras pintaba, procuraba que siempre hubiese alguien cantando, tocando algún instrumento o bromeando. De esta manera, la modelo se mantenía de buen humor y no adoptaba un aspecto triste, fatigado (...)”.
El Rey de Francia, Francisco I, adquirió La Gioconda, que estuvo en manos de Leonardo hasta su muerte. Tras morir el Rey, pasó a Fontainebleau, a París y al Palacio de Versalles. En 1797, después de la Revolución Francesa, se la ubicó en el Museo del Louvre, pero en 1800 Napoleón Bonaparte la llevó a su dormitorio en el palacio de las Tullerías y la devolvió en 1804. Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se la puso a buen recaudo en el castillo de Amboise y en la abadía de Loc-Dieu.
El 21 de agosto de 1911 desapareció del museo del Louvre. Vicenzo Peruggia, carpintero italiano que tiempo atrás enmarcó y puso el vidrio en el cuadro, ingresó la víspera para extraerlo del sitio que bien lo conocía y llevárselo temprano al otro día, bajo el uniforme del personal de mantenimiento. Lo hizo sin dificultad, pese a que a la salida de la sección encontró la puerta asegurada y un empleado que ingresaba le dejó ir, sin sospechar nada. Horas después se encontró el marco y el vidrio, bajo una escalera. El retrato lo había pintado Leonardo sobre una tabla, no en un lienzo.
El robo fue un lunes, con el museo cerrado para la limpieza. Nadie dio importancia al sitio vacío en la pared donde colgaba La Gioconda, pues era usual que se la cambiara a una sección de fotografía hace poco instalada para facilitar a los interesados a que hicieran tomas de las obras que solicitasen.
El martes 22 el pintor Louis Beroud, con permiso para copiar el retrato, fue temprano a cumplir su trabajo y tampoco se sorprendió frente al espacio vacío, esperando impaciente que trajeran el cuadro de la oficina fotográfica. Pero al pasar los minutos y quizá las horas, consultó sobre La Gioconda y se armó el alboroto al comprobar que había desaparecido.
El sueño de La Gioconda: ¿Querría Leonardo añadir misterio a la imagen, haciendo que el espectador la viera cerrar los ojos, si juega con deslizar la pintura fuera del margen superior del cuadro? |
El escándalo fue internacional y mundial. Las pesquisas empezaron por el control de las fronteras en todas las vías, sin resultado. Peruggia llevó el cuadro a su apartamento precario no muy distante, a la espera de hacer el gran negocio de su vida, como habría convenido con Eduardo Valfierno, quien le convenció a que hiciera el robo, pero no apareció por ninguna parte, pues su interés no era el retrato original de Leonardo, sino que desapareciera. Peor le interesaba el ladrón de la obra de arte.
Valfierno, acaudalado argentino de fortuna venida a menos, aficionado a la pintura, planeó el robo de La Gioconda para recuperar sus devaluadas finanzas. Con meses de anticipación contrató al pintor Ives Chaudron, experto falsificador de obras de arte, a que hiciera seis copias del cuadro de Leonardo, para venderlas por originales a millonarios coleccionistas capaces de pagar lo que fuese por ellas.
Pasaron más de dos años desde que Peruggia sustrajo la obra del museo del Louvre y no sabía qué hacer con ella, ni supo el fin de quien le contrató el robo, sin arriesgarse a poner en venta el retrato vuelto más famoso que casi los cuatro siglos desde que fue pintado. Pero un día vio un aviso del galerista florentino Alfredo Gari en un diario, para comprar obras antiguas de arte.
El ladrón del Louvre no tardó en mandarle una carta, cuya respuesta fue una cita en Florencia en el hotel Trípoli, a donde llevó el tesoro más buscado del mundo, embalado en un cajón al fondo de las mudas de viajero. Era el 12 de noviembre de 1913. Gari miró incrédulo el original de Leonardo y pidió a Peruggia llevar el cuadro a probar su autenticidad, antes del negocio. El portero del hotel, intrigado por el bulto bajo el brazo, registró a Gari, sin dar importancia, pues ese cuadro no era de las piezas valiosas del hotel. Gari, experto en el arte, observó las pequeñas grietas propias de la vieja pintura y el sello del Louvre al reverso, y lo que hizo fue distraer a Peruggia, para traer a la policía y capturarle al impostor.
/Peruggia fue sentenciado a un año y siete días de cárcel, que se redujo a siete meses y nueve días, gracias a su patriótica defensa sustentada en que cometió el delito para que Italia recuperara La Gioconda, propiedad de su país. Cuando cumplió la condena, el personaje fue recibido en Milán como un héroe.
Para entonces Valfierno, el instigador del robo, ya habría estafado a seis coleccionistas millonarios de América –cinco de Estados Unidos y uno de Brasil- con las Giocondas perfectamente falsificadas por Chaudron, otro involucrado en una trama de la que probablemente ignoraba ser parte.
En los días siguientes a la desaparición de La Gioconda la noticia dio vueltas al mundo. Se investigó a muchas personas y las sospechas iniciales apuntaban hacia el joven pintor Picasso y el escritor Guillaume Apollinaire, quien fue detenido, pues poco antes estos pioneros del cubismo proclamaron la necesidad de quemar los museos y abrir las puertas a la nueva pintura del Siglo XX. El Director del Louvre y el Jefe de Seguridad fueron destituidos. Se investigó o detuvo a personas que tenían una copia del retrato perdido, hasta probar que eran réplicas: y las había tantas. Joseph Gery, comerciante belga de obras de arte, cayó preso bajo sospechas, y confesó que en 1906 había robado algo del museo del Louvre, pero nunca a La Gioconda.
Cuando semanas después del robo se reabrió el museo, la gente formaba más largas colas para mirar el espacio sin La Gioconda, que cuando ella estaba exhibida. Hubo quienes colocaban flores al pie, con fervor por la obra desparecida que cobró un valor simbólico insospechado. ¡Cuánta falta hacía la mirada melancólica, alegre o triste de esa mujer, según el ánimo y la imaginación del espectador!
Dos años y 111 días pasaron hasta que volviera La Gioconda al Louvre el 4 de enero de 1914, luego de exhibirse con alegría triunfal en Florencia, Roma y Milán. Al entusiasmo sucedió la expectación anunciadora de la Gran Guerra que estremecería al mundo (1914- 1919) y echara al último cuanto no tuviera relación con ella, como el drama del cuadro perdido y recuperado.
El silencio de La Gioconda llegó hasta 1932, cuando el periodista estadounidense Karl Decker publicó en el Nueva York Journal la entrevista al supuesto mentalizador del robo, del que nunca habló el autor material, Peruggia. Decker habría tenido un encuentro con el ya anciano que haciéndose llamar marqués Eduardo de Valferno, le confesó la estafa en la que usó al carpintero Peruggi. La condición fue que la publicación saliera luego de su muerte, que ocurrió un año antes.
¿Será verdadera la versión periodística? Hay dudas, pero sumó un nuevo enigma para hacer de La Gioconda a más de la gran obra de arte, el espejo en el que se reflejan mitos y dramas que inquietan la sensibilidad de los seres humanos.
En 1519 Leonardo sintió el agobio de los años, que sumaban 67, de vida intensa física y espiritualmente. Su mano derecha hacía tiempos se había paralizado y pudo defenderse con la izquierda. Presintió su fin, y confió al antiguo discípulo y amigo Melzi su testamento, miles de hojas de manuscritos y dibujos, diseños de arte y de máquinas del futuro, tesoros que guardan los museos más importantes del mundo. Expiró, sereno y en paz, el 2 de mayo, hace cinco siglos.
La Gioconda sobrepasó en fama a su autor y está en el Louvre con las máximas seguridades, en un espacio especial para ella. ¿Y Leonardo da Vinci? Ernesto Sábato, citado al inicio, dice: “Sus huesos se perdieron durante las guerras que, como antes y como siempre, azotaron aquella región del mundo, como azotaron y azotarán las otras. Un poeta francés de la época romántica, Arsène Houssay, buscó sus restos en los lugares más verosímiles, y por fin eligió los que denotaban un cuerpo alto y una gran cabeza. Los enterró en la capilla de Saint-Blaise, poniendo sobre su tumba una pequeña lápida. Allí quizás aún descansen los restos del que Friederich Nietzsche dijo que guardaba el silencio del que ha visto una vasta región del Bien y del Mal. Unos pocos huesos, o el polvo de unos pocos huesos: todo lo que queda del cuerpo de aquel genio numeroso”.
Leonardo, el mortal
Nació en Anchiano, caserío de Vinci, en Florencia, el 15 de abril de 1452, hijo ilegítimo del notario Piero Fruosino di Antonio, canciller de la República de Florencia, quien embarazó a Caterina de Meo Lippi, de 15 años, del personal doméstico, cuando él ya estaba comprometido en matrimonio con la hija de una familia pudiente. Pasó a cuidado del abuelo paterno, pero el padre estuvo pendiente de su formación y de su vida.
Al descubrir sus aptitudes por la pintura un día llevó los dibujos al afamado maestro Andrea de Verocchio, consultándole si podría Leonardo dedicarse al arte. Aceptado como aprendiz de su taller, cada vez demostró más dotes excepcionales y el maestro le confió terminar algunos de sus cuadros, como el Bautismo de Cristo, donde los dos ángeles a la izquierda los hizo Leonardo. El maestro, sintiéndose superado por el aprendiz, decidió no terminar el cuadro.
A los 26 años (1478), Leonardo se independizó del maestro, seguro de haberlo superado en la pintura y en las disciplinas en las que recibió intensa formación. En el resto de su vida, destacaría como científico multidisciplinario y en la pintura, radicándose en Milán, Florencia y Roma patrocinado por los más destacados hombres de cultura y monarcas europeos. Lorenzo de Medicis, ante la valía del artista, le recomendó para que trabajara para Ludovico Sforza, lo que le relacionó con las élites más ilustradas de Europa. Murió en el castillo Clos-Lucé, junto a la residencia vacacional del Rey Francisco I de Francia, donde vivió sus últimos tres años dedicado a pintar bajo el mecenazgo del monarca francés.
En el Bautismo de Jesús, de Verrocchio, los ángeles de la izquierda los pintó el aprendiz Leonardo.