La socorrida frase de que “no hay nada nuevo bajo el sol” es el mejor alegato del plagiario al sostener que las ideas, en realidad, no pertenecen a quienes los expresan, como el pan no pertenece al que lo amasa y cuece. Salido el producto del horno literario o panadero, las ideas y el pan pasan a ser propiedad de quienes lo adquieren y consumen
El diccionario de uso del español de María Moliner define al plagio como el “hecho de copiar o imitar fraudulentamente una obra ajena, particularmente, una obra literaria o artística. Plagiar, cometer un plagio de cualquier clase”.
Eso hizo exactamente cierto candidato a la Alcaldía de Cuenca, al grabar con su propia voz un discurso de un político español identificado con la extrema derecha tratando de sorprender a un electorado que sin ser incauto censuró, a través de las redes sociales, el simulacro de originalidad que terminó en una penosa acumulación de plagios.
Sin tratar de justificar lo sucedido con el candidato de marras, el plagio en la publicidad política es ya un modus vivendi, absolutamente delictivo y tan naturalizado que los encargados de su difusión se hacen los de la vista gorda. Y si por los lados de la publicidad política se cuecen podridas habas, también en el periodismo hay plagiarios que usan las ideas de otras personas sin acreditar la fuente. Alexander Lisdey considera que el plagio es una falsa asociación de autoría. Subyace en el plagio la idea de un secuestro y de una apariencia de originalidad.
Pues bien, ante la pasividad aparente de lectores y oyentes, algunos publicistas cometen plagio indiscriminadamente como salida fácil a la inmediatez de los acontecimientos. Algunos de estos plagiarios no están tan bien camuflados y es fácil detectar las trascripciones y los remiendos efectuados quizá al ritmo de las urgencias y las demandas competitivas frente a una campaña electoral.
La socorrida frase aquella de que “no hay nada nuevo bajo el sol” constituye el mejor alegato del plagiario al sostener que las ideas, en realidad, no pertenecen a quienes los expresan, como el pan no pertenece al que lo amasa y cuece. Salido el producto del horno literario o panadero, las ideas y el pan pasan a ser propiedad de quienes lo adquieren y consumen. Una idea da la vuelta al mundo hasta borrar su origen y convertirse en anónima, es decir, en propiedad de cualquiera que la encuentre y utilice para sus fines.
Bajo este criterio ¿Qué alcance tiene o qué utilidad produce reclamar el derecho de propiedad sobre una idea? Ocurre con frecuencia que una idea, una imagen, una paradoja, leídas por primera vez impresionan y danzan en el ánimo del lector, se enquistan en él, se modifican, dan nacimiento a otras ideas o imágenes y echan a correr por intermedio de los medios de comunicación. A la vuelta de unos años aparecen irreconciliables. Su aparente originalidad se ha desleído y convertido en lugar común o corriente en decir ¿entonces?
No existe en el escritor propósito de plagio, de arrebato de una idea o de unas páginas ajenas. Ello es solo concebible en el farsante típico, en el simulador esporádico. El escritor consciente y con oficio, jamás pretende apoderarse de lo ajeno, ya de orden espiritual, ya de orden intelectual. ¿Para qué? El solo hecho de sentarse a escribir, revela en quien lo ejecuta una disposición de ánimo generoso y fértil, consistente en expresar sus dudas o sus afirmaciones en provecho de terceros, a veces por el desinteresado y único afán de expresarlas.
También ocurre con frecuencia que la aparente influencia ejercida por un escritor sobre otro, no es tal influencia sino, simplemente, coincidencia. No es absolutamente imposible que una pareja de individuos situados entre sí, en las antípodas, piensen de idéntica manera y den forma a sus ideas de manera igual aunque en idiomas diferentes. Luego resulta que, en apariencia, el que tiene derecho a reclamar la originalidad de su pensamiento, sea aquél que lo ha expresado o publicado primero.
En el campo literario y con relativa frecuencia se renueva el viejo tema del plagio y con varios casos flagrantes. Conocido es el del novelista y dramaturgo francés Alejandro Dumas que para cumplir sus compromisos editoriales, desarrollaba sus planes literarios contratando el servicio de plumíferos anónimos, después revisaba los originales e imprimía en ellos su sello auténtico personal. Dumas, inclusive, absorbía, compradas o arrebatadas, ideas y argumentos de sus contemporáneos y luego los exponía como propios.