Secuencia que muestra al cerro Tamuga desde inicios de los años 40 del siglo pasado, en 1975 y en 1993, a poco del derrumbe que causó destrucción y muerte. La construcción de la carretera Descanso - Gualaceo en los años 30 del siglo pasado abrió acceso a la explotación descontrolada de áridos, que acabaría por dejar sin sustento al cerro que al fin se vino abajo el 29 de marzo de 1993.
Los niños que vivieron la tragedia hoy son personas maduras. Las gentes mayores de entonces, que sobrevivieron a la catástrofe, ahora son ancianas, o están bajo tierra, como las incontables víctimas de cincuenta millones de metros cúbicos del cerro Tamuga, que se les cayó encima
La cola del lago llegó hasta Challuabamba, a corta distancia de la ciudad de Cuenca. |
Era lunes, la noche del 29 de marzo de 1993, cuando desaparecieron de la faz de la tierra las familias, los cultivos, caminos, viviendas, en el encañonado geológico de El Tahual, dividido por el río Paute con los cauces de todos los ríos provenientes de Cuenca y de Azogues, hinchados de invierno.
Los materiales desprendidos formaron un dique de 400 metros de largo, 800 de ancho y 120 de alto, con un lago que crecía minuto a minuto, durante treinta y tres días, hasta inundar más de mil hectáreas con alrededor de 200 millones de metros cúbicos de agua, entre Challuabamba, en dirección a Cuenca, y la parroquia Zhullín, hacia Azogues, hasta el 1 de mayo, día del desfogue violento. El puente de El Descanso, el epicentro, estaba sumergido más de cuarenta metros bajo el espejo del lago.
Nunca hubo catástrofe semejante en el Ecuador. Pero sí vaticinios de viejas leyendas sobre tiempos diluviales y hasta de estudios hidrogeológicos recientes. El fraile Vicente Solano había escrito 160 años antes lo siguiente: “ Supongamos un momento que estos ríos no tuvieran su curso por la travesía de El Tahual, claro es que todas las aguas se represarían formando un inmenso lago”.
El desfogue del lago represado inundó extensas áreas del centro de Paute. Aquí, la hostería San Luis, con las cabañas sumergidas. |
Federico González Suárez en Estudios históricos sobre los Cañaris, escribió: “Los cañaris conservan una tradición antigua acerca de su origen en la cual no deja de encontrase un fondo de verdad y una como reminiscencia difusa y lejana de hechos bíblicos, mezcla de fábulas y supersticiones puramente locales… Decían, pues, que en época muy remota había estado poblada toda la provincia del Azuay, pero que todos los habitantes que entonces existían habían perecido en una inundación general que cubrió la tierra”. Luego alude a la leyenda de la Guacamaya que salvó a quienes darían origen a la nación cañari.
Dos años antes de la tragedia, los técnicos del Instituto Nacional de Minas Rosendo Tusa y Jaime Ampuero avisaron a sus superiores de los riesgos en El Tahual por la explotación de materiales en La Josefina: “Cuán preocupante sería –apuntaron el 22 de marzo de 1991- si gran parte de la altiplanicie se vendría hacia abajo y tapona el curso normal de las aguas de la garganta del río que se forma en el sector de La Josefina. La represa o embalse natural traería consigo situaciones peligrosas y por qué no decir desastrosas para las poblaciones y tierra bajas localizadas en el curso inferior del río, como es el caso del cantón Paute y el Proyecto Hidroeléctrico”.
Los pobladores del área afectada abandonaron sus domicilios para acomodarse en refugios |
Pero como es “normal” en el Ecuador, las advertencias no son advertencias, hasta que las tragedias irremediables las confirman. El fenómeno causó dramas humanos dolorosos, pérdida de vidas, de bienes, de carreteras y obras públicas, de espacios turísticos, de instalaciones agrícolas e industriales, que demoraron en volver a la normalidad las condiciones de vida de los damnificados, no solo residentes en la zona, sino habitantes de los cantones orientales del Azuay, que quedaron largos años sin conexión de carreteras.
Los esfuerzos del gobierno de Sixto Durán Ballén, del Ejército e instituciones nacionales y de la región austral del país, por evitar el desfogue violento del embalse, fue al fracaso. Hasta la víspera, equipos mecánicos en lo alto del Tamuga para abrir un canal de evacuación controlada, como nunca se había experimentado en el Ecuador, intentaron evitar daños mayores. Pero el gigantesco dique se abrió paso por la fuerza de millones de metros cúbicos de agua buscando salida. El 1 de mayo de 1993 el desfogue fue violento y en las tres primeras horas el gigantesco lago que demoró un mes para formarse, se vació en las tres cuartas partes, dejando un lago residual que permanecería alrededor de seis años, hasta que la sedimentación volvió a encauzar el río.
El violento desfogue causó destrucción aguas abajo y recuperó muchas viviendas y propiedades aguas arriba. La corriente de hasta nueve mil metros cúbicos por segundo destruyó lo que estaba al paso y la inundación llegó hasta cerca del parque central del cantón Paute. Todos los puentes quedaron destruidos y en una amplia zona se tuvo que empezar en cero, a reorganizar la vida.
Periodistas navegan en el lago residual en la zona del Tahual |
La solidaridad nacional e internacional ayudó a los habitantes y a los pueblos afectados, a aliviar sus condiciones materiales y sicológicas. Pero hubo también –cuándo no- quienes usufructuaron de los donativos para su lucro personal y se fueron, prófugos, a vivir y morir en tierras extranjeras, sin rendir cuentas a nadie.
Solo las personas que vivieron la experiencia del milenario desastre de La Josefina, recuerdan la magnitud del episodio. Por ello, es útil evocarlo, treinta años después, por ser una realidad hidrogeológica de la historia regional del austro ecuatoriano que, para las nuevas generaciones, acaso es leyenda. Las fotografías que ilustran este espacio, son testimonio del acontecimiento que podría repetirse si se lo hecha al olvido en vez de juzgarlo como escarmiento.
El 26 de marzo de 2023 un barrio del cantón Alausí, provincia de Chimborazo, fue arrasado por el deslave de una montaña que sepultó a los habitantes de decenas de viviendas. El peligro fue advertido por los vecinos a fines del año anterior, pero los organismos gubernamentales responsables de monitorear los suelos cuarteados no actuaron con la diligencia debida para precaver la tragedia.
Escenas de dolor y desesperación similares a las del fenómeno de La Josefina, treinta años atrás, volvieron a repetirse en este lugar acosado por una temporada invernal que desestabilizó los suelos. El barrio urbano se convirtió en un terreno removido y lo primero que hicieron los habitantes fue acudir, con picos, palas y herramientas de labranza agrícola, para excavar en busca de los familiares sepultados, algunos de los cuales fueron rescatados aún con vida.
Organismos de socorro continúan removiendo los escombros en busca de cuerpos sepultados bajo toneladas de tierra. Hasta el 10 de abril los restos de más de 30 personas fueron rescatados, pero todavía queda por localizarse a más de sesenta desaparecidos.
Datos oficiales –que van actualizándose al pasar de los días-, dan cuenta de que 57 casas quedaron destruidas y 67 familias han sido ubicadas en albergues temporales, registrándose 37 personas heridas y en total 500 personas afectadas de una u otra manera por el derrumbe.
El presidente Guillermo Lasso, a pesar de sus limitaciones físicas, llegó para solidarizarse con las víctimas del dolor por la pérdida de sus familiares y por los daños causados por el fenómeno, ofreciendo ayuda urgente para aliviar la situación. El mandatario fue recibido con protestas de la población, pues en la conciencia colectiva estaba la convicción de que fallaron los organismos públicos para prevenir la tragedia de semejante magnitud, pues desde meses antes denunciaron cómo se movían los terrenos plagados de grietas que crecían incontenibles, hasta que llegó el deslave fatal.
Sobre grandes piedras los reconstructores colocaron placas conmemorativas del desastre, que luego desaparecieron.
A la derecha, la casa de hacienda de Honorato Vázquez que quedó sepultada bajo los materiales del derrumbe. Izquierda, el puente de Challuabamba a poco de ser cubierto por la inundación