El poeta de 73 años, cabellos blancos, tiene palabras precisas, exactas, para hablar sobre su producción literaria y las experiencias vitales: los ojos se agitan por la rasgadura de los párpados como animalillos asombrados, sobre la nariz prominente, encima del bigotillo hirsuto. Es Efraín Jara Idrovo.
Los temas recurrentes de su creación son el amor, el sexo, la soledad, el tiempo, la muerte y las islas Galápagos. Pero esta vez el diálogo se va por los caminos de las vivencias humanas cotidianas.
- ¿Por qué le llaman Cuchucho?
- Porque tengo el sexo radioactivo. A lo mejor me parezco a ese animal, así me han llamado desde la infancia. Me lo impusieron compañeros de la escuela cuando un tío mío trajo un cuchucho del Oriente -entonces insondable y desconocido-, que se encariñó conmigo. Creo que acabé por identificarme con mi totem.
- La infancia, ¿qué de la infancia?
- Una infancia solitaria. Hijo único. Mi hogar eran mi madre, mi abuela y mi tía: allí un niño no tenía qué hacer y eso me indujo a la lectura como una forma de concretamiento de mi ser. En el jardín, la escuela y el colegio estuve entre monjas y jesuitas. Siempre entre polleras. En el Borja se creaba un tipo de estudiante sometido a rígida disciplina anuladora de la individualidad, homogeneizante, llena de castigos: la concepción de la muerte en mi poesía es un resabio de la educación religiosa, a base del terror, que no pudo pasar sin dejar huellas.