El correteo de los niños se convertía en fiesta cuando lograban capturar a Jefferson, el más veloz de todos, en el juego de las "cogiditas". A veces él, viéndolos exánimes, se dejaba agarrar para regalarles el triunfo.
Ahora el campeón olímpico revive esos momentos felices de la escuela en las pistas atléticas del mundo. La diferencia es que está obligado a dejar atrás a los competidores aunque le sangren los pies o le apuñalen las punzadas en el estómago.
Eso le pasó hace poco en España. Las ampollas no habían desaparecido de las plantas de los pies y tenía que vérselas con los marchistas más famosos del planeta. Además, su estado de ánimo no era el mejor, pues varias adversidades hacían de su participación un desamparado desafío en su carrera deportiva.
"Era como correr por un túnel donde parecía imposible que asomara una luz al fondo. Por eso el segundo lugar que alcancé en Sevilla me dió más satisfacción que la Medalla Olímpica en Atlanta en 1996", confiesa el deportista, que sabe mejor que nadie que a los triunfos siempre preceden los sacrificios.
Eso le había enseñado temprano la vida, con el abuelo Manuel Quezada, al que ayudaba a vocear los diarios en la calle. "A veces El Tiempo salía tarde y para vender todos los periódicos había que correr hasta que se lastimaban los pies", recuerda el joven elegante, cuidadosamente trajeado, a quien los niños interrumpen constantemente para pedirle autógrafos.
Le entrevista es en el Raymipaba, antiguo salón frente al parque central de Cuenca, que al atardecer se llena de gente joven que con la fiesta de su vocerío obliga a conversar en altas voces.
Para Jefferson Pérez Quezada, de 25 años, nacido en un hogar pobre de cuartos arrendados en barrios marginales de Cuenca, su origen es también causa de orgullo. "En la vida nada viene por sí mismo, hay que ganarlo, allí está el mérito", dice el deportista que en 1996 conquistó la primera medalla de oro olímpico para el Ecuador. Fue el 26 de julio, declarado Día Nacional del Deporte, para recordarlo cada año.
Sencillo, espontáneo, ha llevado el nombre del Ecuador por el mundo mejor que muchos diplomáticos o funcionarios oficiales. Su carrera deportiva empezó temprano, cuando ganaba las competencias atléticas estudiantiles en representación de las escuelas Eugenio Espejo, Ezequiel Crespo y el colegio Francisco Febres Cordero.
"No sé cuántas son las medallas que he conseguido en el país y en el exterior, pero suman cientos, de ellas al menos el 95% de oro", recuerda el personaje que ha acumulado los máximos triunfos locales, provinciales, nacionales, internacionales y mundiales que puede lograr un deportista.
Jefferson asiste al sexto semestre de Administración de Empresas en la Universidad del Azuay. El deporte deja pronto a quien lo practica en las más altas categorías y él está consciente del largo camino posterior por el que proseguirá su marcha.
"He reunido dinero suficiente para terminar mis estudios. Podría luego invertir en Bolsas de Valores de Estados Unidos, pero prefiero a mi país. Yo he de instalar una empresa que dará mucho empleo, cerca de Cuenca", dice, pero se niega a dar detalles del proyecto, "porque cuando se cuenta todo, falla", sonríe.
Viajero constante por el mundo, tiene amigos en ciudades de América Latina, los Estados Unidos y Europa. "Es increíble la cantidad de ecuatorianos por todas partes. Un amigo me invitó a su casa en Praga y me sorprendió ver a tantos compatriotas que se habían reunido. Eso me ha pasado en varios países...".
La severidad del hogar, la disciplina deportiva y la relación de mundo han forjado la madurez de Jefferson. Ese joven de 25 años es un hombre con experiencias, conocimientos y autoridad para hablar de la juventud: "Somos ciento por ciento libres, pero debemos ser ciento diez por ciento responsables. La libertad no ha de ser solo para divertirse; el error de los jóvenes es creer que saben más que los mayores".
También es hombre de lecturas y el asiento de los aviones es el sitio más a gusto para el contacto con los libros. La novela Los Miserables, de Víctor Hugo, ha estremecido recientemente su espíritu, seguramente por la secreta identificación de su infancia con la trama de la obra literaria.
El marchista, proximamente ingeniero comercial, es personaje excepcional de Cuenca, gracias al deporte. La popularidad y prestigio del campeón olímpico contrastan con la sencillez personal: "Mis éxitos se los debo a mis padres, a mis amigos, maestros y a una cantidad de personas e instituciones que apoyaron mi actividad deportiva".
El timbre del teléfono celular pone fin al diálogo con el deportista de mayor renombre en la historia del Ecuador. Por el diminuto aparato le avisan que los amigos italianos que le invitaron a cenar, le esperan en el hotel. Luego los hará conocer su ciudad natal y el estadio atlético Jefferson Pérez, próximo al Barrial Blanco, donde están los más antiguos recuerdos de su infancia.
LA CEGUERA DEL AMOR
Jefferson es un hombre feliz. Su felicidad es consciente y nítida porque la labró con esfuerzo, sobre el trasfondo doloroso de una niñez de penurias y privaciones.
Lucrecia Quezada, su madre, es una mujer a la que adora sobre todas las personas. Le recuerda cuando ella revendía frutas en los mercados de la ciudad, desde que le encontraron muerto a Manuel Pérez, el esposo, en la vía a Ricaurte. Fue un tropezón, una caída y la destrucción del cerebro.
La señora asumió las riendas del hogar cuando Jefferson, el mayor de los hijos, apenas tenía 15 años, pero empezaba a ser conocido por los triunfos. "Yo había visto lágrimas de emoción en los ojos de mi padre, mirando mis fotos en las noticias deportivas de los periódicos", recuerda él.
También había visto cómo se desvanecía la luz de las pupilas de la madre, hasta quedar ciega, sin remedio, a pesar de que la llevó a los especialistas más notables del país. "Por el momento técnicamente es imposible que pueda recuperar la vista, que es lo que yo más quisiera darle", dice Jefferson, quien no pierde la esperanza de regalar alguna vez ese premio a la madre que empieza a ponerse anciana.
Ella también es feliz. El mal tiempo pasó gracias a Jefferson, el hombre más respetado del hogar, con quien habla todos los días, aunque estuviese en cualquier ciudad del mundo. Cuando él obtuvo la medalla de oro olímpico, su casa se llenó de periodistas nacionales y extranjeros y fue llevada a Quito para presentarla por la televisión. Nunca antes había viajado por avión.
La fama no ha envanecido al deportista. " ¿Qué diferencia al Jefferson Pérez anterior del actual, si tengo la misma madre, la misma familia y los mismos amigos?", pregunta y responde: no hay diferencia alguna.
Algo que le punza en lo íntimo es la ausencia de Fredy Vivar, su preparador sicológico, muerto el 21 de septiembre de 1998 devorado por un cáncer: "Un amigo sin par, modelo de ser humano. Nunca se envanecía, no odiaba a nadie". La entrevista fue el 21 de septiembre, al año de la muerte de Fredy, lo que no había advertido Jefferson: "Ah, verdad, hace un año..."
Como planifica sus pruebas atléticas, planifica su vida, por etapas: "he tenido cuatro enamoradas y con la que estuve más tiempo, fueron 18 meses. No pienso aún en el matrimonio, pero espero que no llegue hasta después de al menos cinco años. Hay que prepararse."
Jefferson tiene los ojos en los Juegos Olímpicos del 2000 en Sidney, Australia, donde podría repetir la hazaña de 1996. Cuando camina por las calles de las ciudades ecuatorianas, la gente le saluda. Los niños y los jóvenes le piden autógrafos y si tienen una cámara se fotografían con él. La vida le sonríe, tiene apenas 25 años...
Octubre de 1999