Rosa Hurtado mide la vida por carretillas de ripio: desde que su casa se hundió bajo el lago de La Josefina no hace otra cosa que despedazar los guijarros desprendidos de los cerros de El Tahual.
“La porción diaria es una carretilla bien coronada, que cuesta mil sucres. Una volqueta de tres metros cuadrados se llena con 36 carretillas y en este montón están 113 carretillas”, dice experta en cifras pese a los 77 años erosionados de arrugas en el rostro y en las manos.
Cuando las máquinas trituran toneladas de piedras por día para la industria de la construcción, lo suyo es una forma de pasar el tiempo después del desastre que obligó a olvidar el huerto junto a la casa, los animales domésticos y la vida vivida desde la infancia.
Rosa nació en La Josefina y los bomberos debieron arrancarla por la furza de su casa cuando el lago en formación subía sin tregua ni control: aquel 30 de marzo de 1993 se hizo agua toda su vida. “Sólo alcancé a sacar la Santísima Cruz”, dice y se persigna, para continuar su trabajo con más empeño como si quisiera terminar con la cantera.
Personificación de La Josefina, su presencia es familiar en la zona: bajo un plástico sostenido con palos, apenas alto para sentarse dentro, Rosa golpea las piedras desde las siete de la mañana hasta cuando los ojos enrojecidos por las briznas confunden las cosas al llegar la noche.
Las jornadas de casi 12 horas diarias han estropeado las manos, demasiado grandes en su cuerpo diminuto: “Tengo callos duros como los huesos y no siento cuando el golpe del combo se resbala”, se jacta del buen estado físico en contraste con su inocultable senectud.
Romper las piedras es trabajo duro. Pero tampoco es sólo cuestión de fuerza, sino más bien de técnica: “Hay que cogerle el golpe, no hay para qué hacer tanto esfuerzo”, corrige con sorna si un inexperto curioso intenta ayudarla.
Las lajas derrumbadas del talud se las golpea sobre una piedra redonda, de río: “Aguanta un mes, entonces se ahueca y no vale porque el ripio brinca por un lado y otro”. En efecto, cerca están amontonadas varias piedras como bolas gastadas por los golpes.
Ella habita una casa que le dio la curia en el barrio Pueblo Nuevo, sobre El Descanso, pero no se resigna a vivir “como en la ciudad, sin poder criar cuyes y prohibida de tener ni un pollo por falta de espacio”, aparte de que la vivienda está más cuarteada que los cerros que fueron testigos de la inundación que cubrió tantas casas bajo el agua.
Vive con una nieta de 14 años que abandonó la escuela cuando se desmoronó el Tamuga: “Me ayudaba a hacer ripio, pero no quiere saber nada desde que se dio un golpe. Ahora escarmena telas que sobran en las sastrerías y vende por libras, para hacer guaipe”.
Es el ser humano más antiguo que queda en La Josefina. Era niña en los años 30, cuando la novedad de las mingas para abrir la carretera Gualaceo-El Descanso con pico, pala y dinamita; una época cuando la ilusión de abrir nuevas rutas movía a muchas personas en torno a la aventura. Una época que poco a poco se fue desmoronando como las montañas que saltaban con los explosivos.
“Igualito que ahora, pero con máquinas: que ya mismo hay paso, que ya mismo hay paso, y nada”, dice con la mano y el combo extendidos hacia el cerro donde rugen los tractores empecinados en reabrir el antiguo trayecto perdido.
Acaso es también uno de los seres más solitarios del mundo. El esposo sucumbió muchos años antes que el Tamuga y no tiene más compañía que los cerros del desastre durante el día y sus propios pensamientos triturándole las sienes por las noches insomnes.
Su empecinamiento por romper las piedras por mil sucres diarios en irónico desafío a las máquinas, es orgullosa reafirmación de supervivencia. “Qué más puedo hacer, ya no tengo terrenos ni chacras: sembraba maiz, fréjol, tenía chivos y animalitos”, recuerda mientras una lágrima empolvada traiciona el esfuerzo del rostro por simular una sonrisa. Le aflora desde profundas intimidades subterráneas.
La anciana picapedrera es un símbolo vital al pie de los cerros, junto al lago que queda en La Josefina. El desastre apuró el envejecimiento de su cuerpo, pero remeció la cantera telúrica de su espíritu que renunció a la derrota. Es una mujer casi de piedra.
Agosto de 1995