El Ecuador vive en estado de democracia desde 1979 pero en cuarenta y tres años transcurridos desde entonces no está seguro de gozar, realmente, de lo que es o debería ser la Democracia. Especialmente en los actuales momentos, el desamparo en la seguridad, el predominio de la impunidad, la inseguridad en la Seguridad Social, el negocio político en un mercadeo de componendas, sin valores, sin ética, con desvergüenza, hace dudar que esto signifique gozar de la Democracia.

Quienes en verdad gozan de ella, son quienes hacen de la política y la gestión pública –a la que tanto aspiran miles de candidatos - la ocasión para valerse de cualquier medio para figurar en las papeletas. Felices los triunfadores, futuros dueños de cargos y honores públicos, gracias a las promesas de campañas en las que predominan la verborrea, la demagogia, la falsía del discurso y las sonrisas y abrazos al electorado al que muchos no dudarán en traicionarlo.

La Democracia, al menos, no es para todos: no es democrática, como si el pueblo fuese obligado a escoger entre quienes traicionarán sus aspiraciones. Con frecuencia, a escoger, inclusive, entre quienes usurparán los recursos públicos. La Democracia se ha reducido al proceso obligatorio de las elecciones. Se ha perdido la fe y la confianza en la Democracia. Y es lo peor que le puede pasar a un pueblo ansioso de igualdad de derechos, de justicia, de bienestar.

Es penoso hablar en estos términos, pero no sería justo evadir el tema o tratarlo con falsía patriotera. De aquí la importancia del llamado electoral en el que otra vez está inmerso el pueblo ecuatoriano y del que ojalá, alguna vez, haya acierto en escoger a sus representantes, sus defensores, sus salvadores.

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